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«LA HUERTA DE LOS VALDELOMAR»

Incluimos un nuevo artículo de Rodríguez Alcaide sobre sus años de infancia en Baena, en el que habla de los veranos en la huerta de Nuestra Señora de los Ángeles, perteneciente a la familia Valdelomar.

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«LA HUERTA DE LOS VALDELOMAR»
Entramos en la cocina y era grato el olor que exhalaba; era un olor a humo, a pan, a queso. De allí por una puerta trasera pasamos a una gran alberca que tenía aquella frondosa huerta al lado de la carretera de Baena a Luque, unos quinientos metros antes de llegar al puente, sobre cuyo viaducto había antaño circulado el ferrocarril mixto (mercancías y viajeros) de Baena a la estación de Luque. Aquella alberca tenía para nosotros alma, cuya agua fría en verano se ponía a nuestro servicio.
¿Cómo habíamos logrado llegar desde Baena a la huerta de los Valdelomar? Era el verano de 1949; un Valdelomar y yo, compañeros del Colegio de los Jesuitas en la calle mesones, teníamos cada uno su bicicleta, algo nada común en aquellas fechas en el pueblo. La mía fue un regalo de mi abuela materna como premio a haber obtenido matrícula de honor en el primer curso de bachillerato, tras mi examen en el Instituto de Jaén.
Aquella huerta se llamaba Na Señora de los Ángeles y era de la abuela de los Valdelomar. La casa labriega me pareció entonces muy grande así como la alberca en la que, cansados de pedalear sobre la cuesta que de Baena sale, pasaba por la fuente que estaba debajo del terraplén de la estación y dejaba a su izquierda el chalet del Sr. Ariza, extrañamente rojo entre el verde oliva; nos zambullíamos para refrescar nuestros cuerpos. No se donde aprendió a nadar mi compañero Valdelomar; yo aprendí a nadar en una pequeña alberca que se construyó en el Grupo Escolar Juan Alfonso de Baena para regar las plantas y hortalizas de un huerto escolar que allí se plantó, eliminando el campo de baloncesto, para que los niños de 8 a 14 años aprendieran horticultura. Cada vez que paso por esa parte de la carretera a Granada encuentro en la huerta una parte del país de mis recuerdos de infancia: la terrible cuesta para en zig-zag subir a la estación, el camino desde esa huerta al Marbella, hoy polígono industrial; el estrecho pasadizo bajo la línea de ferrocarril, para acceder a la estación de Luque, al llamado tren del aceite que se movía entre Campo Real y Linares-Baeza (desaparecido el viaducto, aunque no la estación pero si el ferrocarril). Ir en verano, en Agosto, a la huerta de la abuela de los Valdelomar era vibrar de emoción, como vibran las campanas de San Bartolomé o tintinea la albeitería de los hortelanos del Marbella o todos los cantos de la naturaleza en mi infancia feliz y llena de ansiada libertad; vibrábamos como los élitros de las chicharras en los olivos.
Ahora, al contar esto, soy confidente de mis recuerdos, de aquellas emociones, de mis ansias por escapar en bicicleta y de la pena que me entró cuando mi madre me castigó al tener conocimiento de aquellas andanzas sin su debida autorización. Soy confidente de la salida del rebaño de cabras de mi vecino Miguel, de las canciones de las mujeres que lavaban en la fuente de Baena y de la vecina de la que con doce años de edad me enamoré».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

Relato

Rodríguez Alcaide nos acerca en este relato a los años en los que los jóvenes debían examinarse en Jaén del Bachillerato, por lo que los baenenses debían coger el tren en Luque para hacer la decisiva prueba. En aquellos tiempos los niños se forman en centros como el colegio que tenían los jesuitas en la calle Mesones, antecedente de la escuelas profesionales de la Sagrada Familia. El texto lleva por título «En los jesuitas» y la fotografía es una imagen de la Fuente de Baena del año 2007:Fuente Baena«Infunde respeto y desasosiego sentarse ante un Tribunal a los diez años. Eso me sucedió a mí recién cumplida esa edad en mi examen de ingreso en el Instituto de Enseñanza Media de Jaén. El día anterior había tomado el tren en la estación de Luque para arribar a la de Jaén y dormitar en la pensión para superar aquella terrible prueba. La máquina se cargó de agua desde el surtidor en Luque y comenzó su lento traqueteo hacia su destino; la peña de Martos emergía en el horizonte mucho antes de pasar por Alcaudete y seguía vigilándome hasta pasar Torredonjimeno. En esa montaña se despeñaron los hermanos Carvajal según cuenta la historia y la leyenda y aquella noche en el hotel yo no pensé en el examen del día siguiente sino en cómo rodaron pendiente abajo aquellos hermanos Carvajal.
Me senté ante un tribunal en el que me pareció muy simpática doña Águeda, quien tenía fama de ser un ogro de las matemáticas. No me recuerdo confuso, ni resignado, ni angustiado por la seriedad de aquellos tres profesores; más bien tranquilo porque no esperaba que las preguntas fueran difíciles ni las pruebas de dictado y redacción. Mi estancia en Jaén duró tres días porque, admitido en el bachillerato, tuve que examinarme de las asignaturas de primer curso. Eso sucedía en Junio de 1948. Terminado el examen regresamos a Baena y yo sentí que empezaba en aquel viaje mi primer enfrentamiento con la vida y que adquiría oficialmente una seria responsabilidad ante mis padres y mis profesores en los jesuitas: don Mauro, de latín, don Antonio Candel, de Matemáticas, don Daniel Rejón de Ciencias Naturales. Nunca tuve a mi padre de profesor; ni en el Juan Alfonso de Baena ni en los jesuitas de calle Mesones. Aquella responsabilidad fue valorada con nota media de sobresaliente y matrícula de honor.
Recuerdo a algunos compañeros; por ejemplo, el gran jugador de fútbol que era José Antonio Sánchez, hijo del médico que tenía su consulta en el parque, casas ambas de molino de don Francisco Núñez; a Pepe Fernández, también hijo de médico que vivía al empezar la muralla en una casa muy grande, junto a la de don Ángel el párroco de Guadalupe; a Ángel López Torné, hijo de médico que tenía su consulta cerca de la “plancha”, a Manolo Horcas, hijo del fotógrafo, que alcanzó su puesto de catedrático de historia en el Instituto de Baena; a Cubillo y al sobrino del canónigo don Rafael Gálvez que prologó el libro de mi padre y a Rojano con su brazo con parálisis. Con esos camaradas estuve hasta que cumplí los doce años y me examiné de tercero de bachiller en el Instituto Aguilar y Eslava de Cabra. Si a Jaén íbamos en tren desde Luque a Cabra íbamos en el “Corpas”, un microbús que renqueaba subiendo las curvas de Baena una vez pasado el puentecillo del Marbella y la Fuente Pública de Baena.
Cuando terminé el primer año de bachillerato con tan alta calificación mi padre me obsequió, quizás para hacerme más religioso, un misal completo con cantos dorados y encuadernado en piel con los evangelios y las epístolas de Pedro, Pablo y Santiago.
No es mala cosa enfrentarse a un tribunal de examen a los diez años ni a profesores desconocidos en Jaén o en Cabra; esa responsabilidad me hizo ir madurando a zancadas pues sabía que no tenía protección de ninguno de mis padres que eran, a su vez, maestros. Tengo grabado en mi memoria el Claustro del Aguilar y Eslava y los artesonados de sus grandes aulas, frente a las exiguas habitaciones en las que estudiábamos en calle Mesones. En Mesones no cabían los novillos ni la libertad de correr por calles; solo cabía estudiar para pasar el examen en Jaén o en Cabra. Allí imponía orden don Juan Maldonado y desde lejos el padre Villoslada».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

«Extraña costumbre»

Era una costumbre habitual en la posguerra. Los niños se separaban de las niñas en el colegio o cuando iban a la piscina había dos horarios distintos, aunque esto ocurría ya en los años sesenta. Hasta hace poco los hombres se colocaban en un lugar y las mujeres en otro para dar el pésame a los familiares de un difunto o, incluso, esperaban a que los hombres transmitieran su pesar a la familia del fallecido. José Javier Rodríguez Alcaide nos recuerda lo que ocurría cuando se acudía a misa.

La fotografía, que ilustra el relato, es un detalle del adorno de la puerta principal de San Bartolomé.

Puertas S Bartolome
«EXTRAÑA COSTUMBRE
El cancel de San Bartolomé era una alta contrapuerta de tres hojas; la de frente hecha a cuarterones y las dos laterales estaban ajustadas a las jambas de la gran puerta de entrada; cerrado el cancel por su techo evitaba las corrientes de aire y amortiguaba las voces de los que no entraban a misa y se quedaban en el cancel charlando y fumando; naturalmente siempre eran hombres en la misa dominical del mediodía.
Nunca me detuve a pensar cómo podía haberse creado y autosostenido aquella costumbre. Solo me contenté con contemplarla sin analizarla. Llegaban los matrimonios a la misa de doce; ellas entraban en la iglesia y muchos de sus maridos se quedaban en el cancel charlando y fumando. Aquello parecía un hábito de solidaridad masculino. Se leía la epístola y el evangelio, el cura daba su plática, esa especie de razonamiento que hace el predicador para exhortar a practicar la virtud, reprender los vicios o faltas de los fieles e instruir en la doctrina cristiana, y terminado el ofertorio sonaba la campanilla de monaguillo anunciando la consagración, núcleo central de la eucaristía. Al son de la campanilla entraban desde el cancel los hombres a tropel, habiendo tirado las colillas, y se colocaban cerca del baptisterio al final de la nave del templo. Terminada la consagración de nuevo volvían a salir al cancel y reiniciaban su conversación hasta que sus esposas salían tras el “íte misa est”.
Pocas cosas me podían parecer a mis diez años más horrendas. Yo quedaba junto a mis padres en el templo durante toda la misa y mi padre no se separaba de mí ni de mi hermana y mi madre y jamás llegué a conocer la razón de tan curiosa costumbre. Quizás no quisieran escuchar la homilía del cura y era más educado esperar fuera que salirse cuando subiera al púlpito; quizás creyeran que los introitos eran añadidos innecesarios a lo transcendental e importante: la consagración del pan y del vino; quizás era el momento de conversar sobre la cosecha, los negocios o la administración del pueblo. Pudieran ser caballeros generosos que acompañaban a sus esposas a la misa, reverenciaban la consagración, y las recogían al final de la misa, endomingadas, para dar un paseo. Me pareció un mentiroso disfraz de la inexorable convicción que lleva consigo una costumbre social.
Preguntados mis padres sobre esa moda social no supieron darme razón de su fundamento. Me pareció una costumbre críptica, pues lo verdadero jamás se decía ni hacía, sino que se representaba por el signo arbitrario de, sonada la campanilla, dejaban de fumar y charlar, abandonaban el cancel y se postraban en el momento de la consagración. Quizás pensaran que salvo la consagración el resto eran tiempos de mujeres y niños y no de hombres de “pelo en pecho”.
Baena en los años cuarenta era una suma de pequeñas y resbaladizas pirámides en las que nadie era capaz de hacer una fisura o crearse un agarre. La única manera de progresar en la pirámide en general era por matrimonio con uno o una de las clases regentes. Muy pocos apellidos se situaban en los ápices de las pirámides y casi todos esos ápices oían misa en Guadalupe, templo, en el que el párroco don Ángel González nos ponía por separado a los dos géneros; al lado de donde se leía la epístola, la izquierda del cura, y en el lado de su derecha, donde se leía el evangelio. Hombres y niños a un lado, mujeres y niñas al otro.
Esta separación por razón de género tampoco yo llegué a entenderla porque yo iba siempre de la mano de mi madre y mi hermana se enganchaba de la mano de mi padre. Además de enfadarme me pasaba la misa pensando en lo barbián que era don Ángel, hombre arisco en negra sotana que se empeñaba en separar a la familia en la misa en lugar de ocupar todos nosotros un banco. Esta norma me pareció en Guadalupe tan extraña como la que acabo de relatar para San Bartolomé. La de Guadalupe me encabritaba y la de San Bartolomé aguijoneaba ni imaginación. Las dos costumbres se han quedado muy grabadas en mi memoria remota».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

«Baena en las raices del cielo»

José Javier Rodríguez Alcaide reconoce en el siguiente artículo la labor de Jesús Serrano al frente del Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena a propósito de la digitalización del libro «Baena en la historia», que escribió su padre, Manuel Rodríguez Zamora. El pequeño volumen se publicó en 1949 tras resultar ganador en un concurso convocado por el Ayuntamiento de Baena con motivo del centenario del nacimiento de Valverde y Perales. El Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena ha colgado en su página web el libro de Rodríguez Zamora. La foto que se incluye es la portada de la primera edición del citado libro.

Baena en la Historia
El artículo de Rodríguez Alcaide se titula «Baena en las raíces del cielo»:

«Los hombres, a lo largo del tiempo, han sacrificado lo mejor de sí mismos en el supremo intento de conservar la historia verdadera y real de una sociedad, una comuna, un pueblo. Uno de esos hombres es Jesús Serrano, director del Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena, quien ha situado en las raíces del cielo la obra del historiador y escritor Francisco Valverde y Perales. Al colocar las obras de Valverde y Perales en las raíces del cielo consigue que la historia de Baena pueda estar a disposición de todos los internautas, una vez que Jesús Serrano y el equipo han considerado que estas obras son dignas de difusión a nivel mundial.
El gozo entró en mi alma cuando me pidió autorización para digitalizar el libro de mi padre “Baena en la Historia”; este libro, dirigido a escolares, adecuaba las investigaciones de Valverde y Perales a la mente infantil de los alumnos del Juan Alfonso de Baena. Que el libro de Manuel Rodríguez Zamora se ubique en las raíces del cielo junto a los estudios de Francisco Valverde Perales es para mí una gran satisfacción, como hijo del autor.
Es una tarea parsimoniosa y ardua la de escanear las páginas de un libro y más meritorio todavía es querer que el modesto libro de mi padre aparezca en la pantalla del ordenador junto al calor rubí de la Historia de Baena de Valverde y Perales. Esa paciente labor nace de la gran voluntad de Jesús Serrano.
Curiosamente yo nací en la Plaza Valverde y Perales en la casa en la que mi madre tuvo su primera escuela unitaria. El aula daba a la plaza y desde allí se podía en alzada contemplar la cárcel. Cuando yo tenía diez años, 1948, recuerdo a mi padre, sentado en su salón biblioteca de la casa en Puerta Córdoba número 2, con el libro de pastas rojas de Valverde y Perales y los dibujos a plumilla de Gutiérrez y la colaboración de un tal Ávila. El dibujo que más me gustó es el de Rafael Torres, porque representaba la imagen que de la plaza vieja yo tenía en mi mente como párvulo en la escuela de mi madre. Desde donde yo nací se veía la cárcel de Baena, estilizadamente representada en el dibujo a plumilla, y se apreciaba la gran amplitud de aquella vieja plaza, su cuesta pina, y sus enlaces con la calle Alta y el Tinte.
Mis ensoñaciones siempre estaban alrededor de la “Piedra Escrita” y del dibujo de Ávila en el que aparecía la inscripción, sobrevolada por corvidos en la cima del Minguillar. Aquella mujer tan joven, de alta alcurnia, que se casó con un esclavo, perdiendo su libertad, me hizo imaginar a mis once años lo que sería el amor platónico de aquella dama. Así que yo veía, enterrados, a Vivia Grocale, Patricia de 29 años, junto a Tito Annio Firmo, esclavo sin manumitir, en el montículo en el que estaba aquella piedra escrita. Siempre ensoñé que los padres de Patricia habían allí enterrado a los dos, por ser los amantes más fieles de Baena.
Me sentía orgulloso de que el escudo de Baena hubiera ondeado en los muros de la Alhambra, cuando el Señor de Baena, ayudó a conquistar Granada. Lo leí en 1949 en el libro de mi padre; él me relató la hazaña y la primera vez que visité Granada en 1968 para acceder a la Alhambra busqué con mi imaginación la torre en la que hubiera ondeado el pendón de Baena. Incluso, cuando leí por primera vez “Cuentos de la Alhambra” de Washington Irving por encargo de doña Luisa Revuelta, catedrática de Literatura, se agarró en mi lectura de la Torre de la Vela el tremolar del pendón de Baena, con las cabezas decapitadas de los moros.
El dibujo a plumilla de la plaza de la Constitución con todo el pueblo esperando el sorteo de casi 9.000 hectáreas del Monte Horquera comunal fue para mi un relato que me acompañó hasta que estudié en Historia Económica las desamortizaciones del siglo XIX en España, una privatización que se repite ondularmente a lo largo de la historia. Que mi pueblo hubiese creado Doña Mencía y luego Nueva Carteya llenaba mi orgullo infantil y cuando presidí ABASA, la empresa que envasaba aceites de oliva de Baena, y que integró la comarca desde Albendín a Zuheros, siempre venía a mi memoria que aquellos hijos de Baena (Nueva Mencía y Nueva Carteya) se amalgaban en ABASA para iniciar un proyecto en común ciento sesenta años después de aquella emancipación.
Aquel libro de “Baena en la Historia”, que fue mi guía en el amor que yo le tengo a mi pueblo, está hoy en las raíces del cielo por la generosidad de Jesús Serrano y del Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena. Mi padre que ya está en ese cielo podrá volverlo a leer sin necesidad de apoyarse en las redes de internet, porque él es una de las raíces de ese cielo».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

«Afamado médico»

Nuevas curiosidades de la Baena de la posguerra a través de los recuerdos de José Javier Rodríguez Alcaide. En este artículo, el profesor baenense recupera a un médico muy conocido en la Baena de entonces y que pasaba revisión a las hetairas del municipio. Se titula «Afamado médico» y lo ilustramos con una vista de la ciudad de hace unos años.

Baena bn
«Cuando, los miércoles, trataba de salir de casa al oscurecer y jugar con mis amigos en los aledaños de la plaza vieja, mi madre se enfadaba y percatada, me hacía entrar en el redil. Y es que los miércoles de cada semana nada respetadas señoras caminaban ida y vuelta desde el Tinte a la calle Amador de los Ríos a un dispensario cerca de la “gota de leche”. Los amigos nos apostábamos tras el paredón, escondidos por las siluetas de dos grandes acacias, para disfrutar de las más refinada y pueril de nuestras pillerías. Aquellas mujeres del Tinte iban semanalmente a ver a un famoso médico de Baena, modesto y generoso, que se metía en labores de reconocimiento ginecológico de las “hetairas” del pueblo; estaba catalogado de gran clínico y estratega de la salud de aquellas damas de casas de lenocinio. Era médico famoso, soltero por entonces, experto en tales menesteres y único a quienes las busconas encomendaban su pellejo; mujeres de mancebía que apreciaban lo rápido y seguro que era su ojo clínico y en sus diagnósticos. Decían que el médico era glacial con tendencia al silencio pero los más lo calificaban de abierto y jactancioso. Yo lo recuerdo más bajito que mi padre, algo regordete, con un buen calado sombrero, de pausado caminar y no necesariamente rudo. Lo veía a distancia con frecuencia pues mis padres eran amigos de los maestros de escuela don Antonio Candel y doña Ana Moreno y el ginecólogo tenía su conducta al lado de la casa de esos amigos paternos. Tenía andar de persona importante en el pueblo y caminaba como si fuera un ministro plenipotenciario; debió ser médico prudente y reservado porque la procesión de mancebas a su consulta ocurría bien oscurecido y a un ritmo de media hora de distancia entre ramera y ramera. Aquellas mujeres de mala vida pasaban delante de la puerta de mi casa silenciosamente, una vez caído el crepúsculo vespertino, cuya cadencia de paso tenía que ver con tiempo de reconocimiento clínico. Nosotros pequeñajos las observábamos con curiosidad, escondidos tras del paredón e incluso detrás de los grandes troncos de las acacias.
Habíamos oído a la vecindad hablar de ellas y nos causaba curiosidad en la negrura de la temprana noche verlas venir desde el Tinte por plaza vieja hacia Amador de los Ríos y esperar su regreso. Era un desfile de placer nacido de la curiosidad que se anulaba por el dolor que me producía la “torta” que me propinaba mi madre por espiar a aquellas furcias. El trasiego de “niñas” de las casas de “añil” era realidad escondida, que afloraba en la primera nocturnidad de cada miércoles, al verlas pasar en diligente silencio en su regreso; no eran deidades ni fantasmas; simplemente eran mujeres que se ganaban la vida comerciando con sus cuerpos. Cada miércoles, apostados tras el paredón, era a modo de teatro; alzado el telón de la caída del crepúsculo vespertino desfilaban bien vestidas y con altos tacones hacia la consulta del médico; eran nuestras actrices y nosotros sus espectadores; agudizábamos la vista para calibrar sus bellezas; si eran garbosa no aplaudíamos ni gritábamos para no ser descubiertos pero nos guiñábamos pícaramente pero si no se ajustaban a nuestros gustos les tirábamos chinas para que aligeraran el paso hacia la plaza vieja. Poco duraba el desfile pues pronto salían nuestras madres reclamando nuestra presencia. Tuve la sensación de que aquel era un desfile trágico y de poco talento que generaba nuestra curiosidad y luego nuestro lamentos, que proseguían a los pellizcos y regañinas de las madres. No sentía admiración sino curiosa pena de aquellas mujeres que imaginaba iban como castigo a ver al médico que se llamaba Baena igual que el nombre de mi pueblo. El desfile de prostitutas del miércoles era para mí un gran acontecimiento nimbado de mágica aura. Jamás nos atrevimos a seguirlas hasta la casa del médico por lejos y por el asegurado zapatillazo materno en nuestro trasero. Volvíamos del acecho unas veces contentos y otras con mucho temor por haber sido cazados en el “puesto”.
Los de mi edad podrán poner nombre a tan afamado médico».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

«La docena de huevos de pava»

José Javier Rodríguez Alcaide nos lleva a los Reyes Magos de la Baena del pasado, cuando la necesidad se extendía entre la mayoría de los baenenses. El artículo, que lleva el título de «La docena de huevos de pava», se ilustra con la figura de los Reyes Magos que aparecía en un sobre del año 1965.

Huevos de pava
«¿Cómo podían venir en camellos desde el más lejano oriente? No me explicaba cómo habían logrado atravesar el mar en la espantosa incertidumbre de la noche y llegar a Baena. Para llegar al balcón de mi casa sólo tenían el signo del brillo de una estrella y los camellos eran capaces de oler la paja que había puesto en mis zapatos y el agua vertida por mí en una palangana. Venían cargados de juguetes y de cofres para el Niño con incienso, oro y mirra. Luego se volverían con los serones vacíos y los cofres sin peso en su peregrinar de regreso al desierto. Me ponía en marcha con ellos por esa ruta tan complicada tras aquella estrella movediza que era sorda y muda. ¿Cómo no se extraviaban y se orientaban hacia Baena y en Baena hacia el balcón de mi casa?
Al anochecer abría el balcón que estaba en la habitación de mi hermana y colocaba las vituallas para los camellos. Me iba a la cama en suspenso, indeciso y titubeando sobre sí en verdad dejarían el regalo pero me regocijaba al meterme debajo de la sábana y las mantas porque sabía que esa noche estaba preñada de buenos regalos. Era feliz, aislado entre las sábanas, esperando la aurora del día siguiente.
A mí me gustaban con deleite los huevos fritos en aceite de oliva y con unas gotitas de vinagre, pero las gallinas de mi corral no ponían huevos en invierno y era mucho dolor tener que esperar a la primavera para acompañar a mi padre en eso de comer huevos. Por eso decidí escribir a los Reyes Magos rogándole me trajeran una docena de huevos de pava por aquello de su mayor tamaño y más grande yema en la que mojar pan candeal. Tras la carta mi pensamiento se transportaba como en un profundo misterio a los magos que venían del más hondo desierto con camellos sedientos a ver en el pesebre al Niño Dios en San Bartolomé y luego a beber agua y comerse la paja que yo había colocado sobre mis zapatos.
Yo siempre estaré agradecido a aquellos Magos que, sin tener que arrodillarme ante ellos en esa noche mágica, me habían dejado una docena de huevos de pava con sus pintas de color marengo, moteados, para ser fritos en aceite de oliva virgen recién sacado del molino. Venían los doce huevos en una caja de zapatos y duraron, guardados en la alacena, más de dos meses porque me los fui dosificando hasta enlazar con los huevos de mi corral de gallinas en primavera.
Aquella noche la recuerdo, con nitidez. Me dormí bajo las estrellas frías en un aire seco con la esperanza de que los Reyes no pasaran de largo. A la aurora saludé con vítores a la caja de zapatos con la docena de huevos de pava, que tenían para mí más valor que cualquier juguete.
Cuando me comí el primer huevo frito miré a mi padre que me observaba y comprendí en el brillo de sus ojos cuando me decía que “cuando seas padre comerás huevos”; yo no quise esperar tanto y pedí huevos a los Magos».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

MISA DEL GALLO EN SAN BARTOLOMÉ

San Bartolome

Después del día 22 de diciembre llagaba mi ansiada libertad para vagabundear desde mi casa a la muralla en Amador de los Ríos y desde allí a la Doctora esperando la Navidad; el pulso de mi barrio en Baena latía más febrilmente en víspera de tan esperada solemnidad. Al final de los años cuarenta nadie se vestía con los abigarrados colores de Santa Claus, como ahora, pero las casas empezaban a oler a anís y a pestiños; las calles no estaban iluminadas de luces del arco iris como en estos días pero la chiquillería, entre la que me encontraba, escupíamos saliva en nuestras manos para hacer vibrar el carrizo de la zambomba y nos agrupábamos para pedir, casa por casa, el aguilando. Aguilando o aguinaldo, nosotros cantábamos, zambombas y platillos en mano, rascando la botella de anís de Rute, la siguiente letrilla

“Dame el aguilando

carita de rosa

que no tienes cara

de ser tan roñosa”

Terminado el recorrido con algunas “perras gordas y chicas” en el bolsillo, me dirigía contento a casa a esperar las campanas de media noche para la  misa del gallo en San Bartolomé, que me atraía mágicamente. San Bartolomé era, dada mi pequeñez, una gigantesca iglesia, mucho más bonita que Guadalupe, porque su señorial torre me subyugaba y la veía llena de misterios.

La noche de la misa del gallo (jamás entendí la razón para así llamarla) estaba ligada a una especial liturgia y al frío que me helaba las orejas y la nariz que nos hacía pasar un Niño Jesús inescrutable. La misa del gallo en San Bartolomé era punto de reunión del barrio para todos los vecinos que no eran ricos como los que se aceraban a Guadalupe. El Niño en su cuna nacía en medio de un frío invernal.

Apenas había luz en el templo, solo los cirios del altar mayor; temíamos todos que la luz eléctrica se fuera, lo que era habitual en Baena, teniéndonos que iluminar con un candil de aceite de oliva. Recuerdo la magnética comunicación de mis vecinos al cantar villancicos con extraña alegría y fervor. Noche Buena en Baena; noche en lo más hondo del invierno en el que las cálidas voces en San Bartolomé dejaban mi corazón palpitante y mi estómago esperanzado en los pestiños que mi madre había frito unas horas antes en esta víspera de Navidad.

Cesaron los villancicos y el señor cura bajó del altar; se subió al púlpito revestido de sábana blanca y casulla reluciente con una voz que me parecía un puñal. Hablaba y hablaba mientras yo tiritaba de frío con mis rodillas al descubierto y mis calcetines cortos. Era todavía época de hambre y racionamiento y todos ansiábamos la exaltación de la esperanza divina en un año de mejor cosecha de aceite.

Nochebuena no era noche de malos presagios sino del Nacimiento presentido que yo no sé por qué razón nacer presagiaba muerte. Ese mal augurio rápidamente se transfiguraba en el café de malta, cebada tostada, colada de zurrapas y mezclado con leche de cabra que al día siguiente, calentito, yo me iba a tomar con picatostes emborrizados en azúcar moreno, adornado en su final con pestiños con granos de anís.

Cuando el cura decía que en esa Nochebuena “la Luz nos sería prodigada” yo creía que, al menos por Navidad, la Compañía Sevillana de Electricidad no nos dejaría sin ella por un “quitame allá esas pajas” o por causa de un ligero viento de Oriente que acompañaría a los Reyes Magos, porque Nochebuena y Candil están ligados en mis recuerdos de los años cuarenta en Baena por Navidad.

 

José Javier Rodríguez Alcaide

Catedrático Emérito

Universidad de Córdoba

 

«La Maestra de Párvulos»

José Javier Rodríguez Alcaide rememora en el siguiente artículo sus años en la escuela de la Puerta de Córdoba. Una entrañable postal de aquellos años de la posguerra.

Puerta de Cordoba

«La escuela estaba situada en el principio de la calle Puerta de Córdoba, en un barrio de hortelanos, jornaleros, agricultores y pequeños comerciantes. La calzada de la calle estaba empedrada y no tenía aceras y estaba aromatizada con cagarrutas de cabras y cagadas de acémilas. Las casas, casi todas, pintadas de cal blanca y la panadería, colmado y tienda de pasamanería tenían mostradores y estanterías muy viejas. Al lado de la escuela estaba la barbería del tío de Marcos, quien cuando fue mayor estudió para cura. Curiosamente no recuerdo ninguna taberna cerca de la escuela; la más cercana era la del Menciano en Amador de los Ríos. Se entra en la Puerta de Córdoba desde la de Amador de los Ríos sin señales de circulación de coches, allá por los años cuarenta del pasado siglo. En mi barrio pueden pasarse meses sin poder ver un gabán y un sombrero, pero sí gorras de campo y sombreros de paja. Cerca de la escuela está la Plaza Vieja, siempre concurrida, animada y cuadrilátero de peleas de los niños de la vecindad. La escuela no se veía desde la calle; para entrar en ella se había de atravesar un zaguán y un patio, encalado a un lado y ventanales a otro, muy estrecho. Era una escuela unitaria para niños de cuatro a siete años. Flanqueada en un lado por una fila alta de ventas, el suelo era como damero blanco y negro y por su puerta caudal se salía al recreo.
No había portería ni directora; la maestra hacía de portera, de directora y de ayudante en tareas no puramente docentes. Sí había una gran pizarra y buenos mazos de tiza. Escribíase con lápiz de grafito y una pluma que se mojaba en un tintero de china, embutido en el pupitre. No recuerdo que existiera cuadro de honor pero sí lloriqueos de los nuevos escolares al comienzo del curso. No había lavabos y sí un pequeño retrete en el patio de recreo. Éramos todos liliputienses, de piernas delgadas y desnudas y zapatos de talla para un par de años, rellenados con algodones en las punteras hasta que crecieran los dedos y atados con cordones que atravesaban ojales. Tengo la sensación desde aquella pequeñez mía que el techo de la escuela era altísimo. Recuerdo que éramos niños y niñas, por lo que se llamaba escuela unitaria (por tener una sola clase) o mixta (por aceptar niños y niñas hasta los ocho años). A pesar de ser tan pequeño tengo la sensación de que en el aula reinaba una digna sensación de pobreza pues no había uniformes y cada uno vestía como la economía parva de su familia le permitía; pantalón corto sobre la rodilla, calcetines caídos, zapatos mal abrochados.
Me llamó la atención la maestra; era una mujer joven, de grandes ojos, nariz casi aguileña, muy activa, morena y esbelta sobre sus tacones, bien vestida, majestuosidad en la frente y cercana a los niños, que en su caso se comportaba de modo más severo. Nos enseñaba a escribir con lápiz y luego con tinta en cuadernos de caligrafía; a leer las primeras letras y sílabas fáciles como pa y ma y luego años más tarde la tabla de multiplicar que recitábamos memorísticamente en alta voz con ejercicios de lectura en la pizarra. Aquella maestra en alta voz nos hacía dictado colectivo y pronunciaba de modo muy claro la c y la s, durante el cual se hacía un silencio viviente embebido en la voz de la maestra. Durante el cuarto de hora del recreo la profesora aprovechaba para darle la vuelta al guiso de la cocina, anexa al aula, que estaba en la misma casa de la maestra. Ese era el momento de nuestra libertad en un recreo desde el que se podía ver otro corral, al fondo, de gallinas. El miedo sucedía cada año cuando venía la inspectora a revisar el avance de nuestros conocimientos. Era una señora gruesa y bonachona, teresiana por vocación y de nombre doña Josefa Moyano y ante ella demostrábamos nuestros avances en catecismo, tabla de multiplicar, sumas y restas y buena caligrafía. La maestra quitaba el polvo de los pupitres, limpiaba de tiza la pizarra con un trapo húmedo y descolgaba algún mapa del trípode que sostenía la pizarra antes de que llegase la inspectora. Yo era un mozuelo que respetaba, aunque no temía a la maestra, y siempre seguía sus huellas. Esa maestra era mi madre y la escuela estaba en mi misma casa, número dos, de la calle Puerta de Córdoba en Baena».

Jose Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

Panecillo de cortijo

Baena JJRA

Cada panecillo del cortijo se me atragantaba más y más en Nochebuena; mi boca estaba llena y se deleitaba con el sabor algo dulzón del dulcecillo. Yo tenía ocho años; había sido un niño inapetente, pero a esa edad por mis paseos desde Puerta Córdoba al Grupo Escolar Juan Alfonso de Baena, en los aledaños del parque, se me había despertado el apetito. En el fondo yo he siempre, desde esa fecha, confiado en el hambre, pues es una experiencia sana y poderosa como para constituirse en arma para salir victorioso contra uno mismo y contra el entorno. No olvido nunca el hambre en Baena en el bienio 1944-1945, incluso el racionamiento y los cupones para retirar azúcar y otros alimentos.

Mi abuela se reía al ver lo apurado que andaba yo intentado domeñar los panecillos de cortijo en la función de deglución de mi garganta. Mi abuela se había visto obligada tras la guerra civil a llevar el trabajo a la categoría de virtud, a fin de dar sentido a tantos años, desde 1936 a 1946, perdidos. En Navidad entre “perrunas” y “panecillos” la recuerdo repetir la palabra “trabajo”, que mi madre ampliaba retardando su segunda sílaba, “trabaaajo”.

Siempre recuerdo el grato sabor del “panecillo de cortijo” unido a la vibración triunfal de la palabra trabajo, pues mi abuela me profetizaba que “quien de joven no trabaja, de viejo duerme en la paja”. Así que para mí el trabajo no ha tenido servidumbre pero siempre he sido siervo del panecillo de cortijo de mi pueblo. Mi abuela en esa fecha era muy joven, viuda desde 1937; diez años después tenía 54 años. Nunca vi una condena hacia mí, sino un jovial gozo cuando ella me miraba deglutir tan rico dulce navideño y quedarme en silencio disfrutando de la beatitud, que expresaba mi cura tras una digestión tan feliz.

Ya saben que en Baena, en Navidad y en 1946, hace mucho frío; demasiado frío para salir a jugar con la pelota de trapo; el frío se echaba encima de mi cuerpo, con todo su peso sobre mi cuerpo inmóvil, sentado al calor del brasero de picón. Me recuerdo abandonado en la silla, con las piernas ardiendo en “cabrillas” por las ascuas del brasero, regodeándome con el juego de mi lengua entre los dientes para aprovechar el último sabor de aquel dulcecillo. El frío y yo dormíamos juntos por Navidad con un panecillo bajo la almohada.

Y todavía por Navidad, sin frío, yo duermo con un panecillo del cortijo bajo la almohada por la gentileza de don Manuel Albendín Pedrajas.

 

José Javier Rodríguez Alcaide

Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

«Las monjas del Asilo»

«Tienen que haber existido en mi infancia complicidades conmigo mismo, quizás inconscientes, que afloran ahora a la edad de jubilado. Vuelven a mi memoria las monjas del asilo de San Francisco allá por los finales de los años cuarenta del siglo pasado y las mujeres de aquella época en mi pueblo de Baena. Oigo todavía la puerta que se abre y se cierra y que chirría cuando las monjas o los viejecitos vienen a la iglesia desde el asilo; era una puerta arruinada, que hoy día da a un patio reformado. ¿Un olor? Claro que huelo a cirio encendido y a confesionario, a mujeres mayores que en grupo se acercan a la pila a tomar agua bendita; las veo recoger con la punta de sus dedos una pequeña dosis de aquella bendita agua y de puntillas avanzar hacia el camerino de nuestro padre Jesús Nazareno. Se arrodillan para rezar e implorar; luego se levantan silenciosas e intercambian movimientos de cabeza con las monjas del asilo y saludan con mudos parpadeos. Durante mi niñez estos modales eran protocolos inmutables. Llevaban velos en la cabeza que se inclinaban como un pálpito al agachar sus cabezas ante el Nazareno o su Madre. Se sientan frente al altar mayor en reclinatorios de su propiedad y ladean la cabeza para saludar en silencio a la otra orante. Cuando se levantan del reclinatorio murmuran entre ellas.

Algunas ricas señoras tenían un lujoso reclinatorio a ellas reservado y de su propiedad; en misa de domingo me deslumbraban y me intrigaban, porque la ignorancia alimenta la inaccesible curiosidad. Yo me imaginaba sus vidas señoriales y unas vidas secretas de lujo y comodidad. Las que no tenían reclinatorio ni asiento en los bancos arrastraban sillas; se arrodillan todas, hacían amplias señales de la Cruz y con sordos golpes de pecho expiaban sus culpas.
¿Qué pensaba yo a mis recién cumplidos diez años? Pues que escondían pesetas de papel en lugar de estampitas de santos en sus devocionarios, que luego apresaban rodeándolos con sus rosarios de plata y que entraban en el asilo a dejar su ayuda y su limosna. Eran luminoso ejemplo de virtudes cristianas femeninas. Pero, sobre todo, que yo luego, en domingo, podía bajar a las huertas, llenas de perfumes de libertad, pues era uno de los pocos placeres, junto al de jugar a la pelota en la calle cementada de Amador de los Ríos, que podía gozar sin restricción; podía vivir en las huertas mi paraíso verde libremente en coexistencia con la naturaleza y con Dios; los domingos, tras la misa de San Francisco, vivía libremente sin otra segunda intención. La verdad estaba en el asilo de San Francisco y también en la huerta de Domingo Ortiz y en la de Calabazar. ¿No es esto un ligero principio de sabiduría?».
José Javier Rodríguez Alcaide,
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

Brisas

SE HABLA MUY MAL

M.Piedrahita

Me ha parecido muy  actual el adjetivo zarrapastroso utilizado por el director del Instituto Cervantes, Víctor García dela Concha, para definir lo descuidado que se habla o se escribe. Se presentaba  “El libro del español correcto. Claves para hablar y escribir bien en español”. “¿Será  guai ese libro como regalo de Navidad?  preguntará la ingenua o el ingenuo acostumbrado/a  al lenguaje sincopado de los móviles. Ya me imagino lo que dirá tanto locutor de medios audiovisuales futboleros, apegados a la “bola”, al “están especulando” y al “pressing”. O a  “la moral del equipo es  muy alta”. Recuerdo que en la  antigua Escuela de Periodismo, un profesor que impartía religión ironizaba con eso de la moral futbolística. Lo dije no hace mucho en esta columna .Para hablar bien y de forma correcta, hay que leer. Se sabe si una persona lee o no lee, oyéndola hablar y, no digamos, viendo cómo escribe. El premio que recientemente le han dado a Jesús Hermida, colega entrañable en aquel equipo de corresponsales procedentes del periodismo impreso, es muy merecido pese a lo tardío. Antes que aparecer en pantalla, practicamos la escritura en reportajes, artículos, críticas de cine y leíamos literatura permitida o prohibida. El Diario Pueblo, para los que tuvimos la suerte de formar parte de aquel equipo tan variopinto, fue una escuela de periodismo. Decía Hermida en una entrevista reciente que a él no le gustaban cosas que ahora se hacen en televisión. Opino lo mismo. Hace falta un tratado con este título: “El libro de la realización correcta en los telediarios”. Es zarrapastrosa.

«El gato de la Duquesa»

Arriba, en la cima de la colina frente a la montaña de la sudbética, la construcción medieval casi mitológica para toda Baena; las torres adivinadas, las almenas y atalayas, las barbacanas insinuadas, los balconcillos suspendidos sobre el Marbella, donde en su pequeño lago un día soñado, se deslizaban los cisnes. Al viento, ondeando el pendón por bandera del Señor de Baena, Conde de Cabra y Duque de Sessa y la Señora de la Casa bordando tras la celosía que da al sol naciente de primavera. Así lo soñaba yo, cuando caminaba hacia la calle Alta y de allí ala Cava Alta para ver tan magníficas piedras.  En mis sueños aparecía el jardín del palacio ducal; palmeras erguidas con hojas, para de ellas hacer escobas-barredoras de pasillos de piedra; magnolios en flor, que alcanzan hasta las almenas; mimosas que se agitan en el estanque de palacio como gorriones en sus ramas y el convento adosado y anexo al palacio y al castillo. En mis sueños entraba a palacio por unos escalones muy elevados y de allí, aun gran salón, alumbrado por latón lampero.

En el patio de armas del castillo se veían las alcarrazas para recoger de la lluvia el agua y en el convento capillas semicirculares donde se ubican las tumbas de los Fernández Aguilar. Estaba tan familiarizado en mi niñez con los tambores de Baena que soñaba oír tamboriles en el gran solar de ceremonias con su gangoso sonar junto al caramillo y a un a danzarina cubierta de velos y uñas de color almagra.

Lo que más me asustaba en mi sueño era el gato que la Señora Duquesa siempre tenía a sus pies cuando se sentaba a bordar en el salón de ceremonias.

Un gato de ojos inmensos, de pupilas dilatadas que me escudriñaba y vigilaba; gato inquisidor y maléfico de orejas puntiagudas, de bigotes angulosos, que me enseñaba sus uñas cuando intentaba acercarme ala gran Duquesa. Refunfuñaba y arqueaba su lomo para así liquidar mi sueño y el sudor bañaba mi nuca tras mi entrada sin permiso en palacio.

Recuerdo que al despertar una corriente de aire estaba haciendo temblar las llamas de los velones en el Salón palaciego. Soñaba con Madre de Dios y oía música de armonio en el ceremonial de las monjas del convento y divisaba el féretro del Señor de Baena recubierto de paño de terciopelo negro con franjas doradas sobre catafalco en el centro del altar mayor. Ya la señora enlutada, su rostro cubierto de velo negro, imaginándola Ofelia, Circe, Melusina, Morgana y como hada de mi cuento; dama encorvada, rostro señorial que implora, mirada nublada de lágrimas; señora que quedaba vacía, desvaída por los años y la obediencia al Duque y dueño muerto.

Aquella ciudad en mis sueños fue villa solemne y majestuosa por los siglos de poder y de vigor de la Casa del Duque de Sessa. Columnas en el palacio, monumental escalinata, altos muros en su convento anexo, fuerza y perennidad en sus murallas y riqueza proveniente de los molinos del Duque. Sonaban las campanas de Santa María la Mayor, los baenenses esperando en la explanada de la iglesia fortaleza y el Señor Duque saliendo en su féretro negro camino del cementerio de Convento, acompañado de fúnebres cánticos de sus fámulos. Y la señora, tras el féretro, acompañada de su gato negro.

¿Cuando se reconstruya el castillo aparecerá aquel juez y gato negro?

 

José Javier Rodríguez Alcaide

Catedrático Emérito

Universidad de Córdoba