«El gato de la Duquesa»

Arriba, en la cima de la colina frente a la montaña de la sudbética, la construcción medieval casi mitológica para toda Baena; las torres adivinadas, las almenas y atalayas, las barbacanas insinuadas, los balconcillos suspendidos sobre el Marbella, donde en su pequeño lago un día soñado, se deslizaban los cisnes. Al viento, ondeando el pendón por bandera del Señor de Baena, Conde de Cabra y Duque de Sessa y la Señora de la Casa bordando tras la celosía que da al sol naciente de primavera. Así lo soñaba yo, cuando caminaba hacia la calle Alta y de allí ala Cava Alta para ver tan magníficas piedras.  En mis sueños aparecía el jardín del palacio ducal; palmeras erguidas con hojas, para de ellas hacer escobas-barredoras de pasillos de piedra; magnolios en flor, que alcanzan hasta las almenas; mimosas que se agitan en el estanque de palacio como gorriones en sus ramas y el convento adosado y anexo al palacio y al castillo. En mis sueños entraba a palacio por unos escalones muy elevados y de allí, aun gran salón, alumbrado por latón lampero.

En el patio de armas del castillo se veían las alcarrazas para recoger de la lluvia el agua y en el convento capillas semicirculares donde se ubican las tumbas de los Fernández Aguilar. Estaba tan familiarizado en mi niñez con los tambores de Baena que soñaba oír tamboriles en el gran solar de ceremonias con su gangoso sonar junto al caramillo y a un a danzarina cubierta de velos y uñas de color almagra.

Lo que más me asustaba en mi sueño era el gato que la Señora Duquesa siempre tenía a sus pies cuando se sentaba a bordar en el salón de ceremonias.

Un gato de ojos inmensos, de pupilas dilatadas que me escudriñaba y vigilaba; gato inquisidor y maléfico de orejas puntiagudas, de bigotes angulosos, que me enseñaba sus uñas cuando intentaba acercarme ala gran Duquesa. Refunfuñaba y arqueaba su lomo para así liquidar mi sueño y el sudor bañaba mi nuca tras mi entrada sin permiso en palacio.

Recuerdo que al despertar una corriente de aire estaba haciendo temblar las llamas de los velones en el Salón palaciego. Soñaba con Madre de Dios y oía música de armonio en el ceremonial de las monjas del convento y divisaba el féretro del Señor de Baena recubierto de paño de terciopelo negro con franjas doradas sobre catafalco en el centro del altar mayor. Ya la señora enlutada, su rostro cubierto de velo negro, imaginándola Ofelia, Circe, Melusina, Morgana y como hada de mi cuento; dama encorvada, rostro señorial que implora, mirada nublada de lágrimas; señora que quedaba vacía, desvaída por los años y la obediencia al Duque y dueño muerto.

Aquella ciudad en mis sueños fue villa solemne y majestuosa por los siglos de poder y de vigor de la Casa del Duque de Sessa. Columnas en el palacio, monumental escalinata, altos muros en su convento anexo, fuerza y perennidad en sus murallas y riqueza proveniente de los molinos del Duque. Sonaban las campanas de Santa María la Mayor, los baenenses esperando en la explanada de la iglesia fortaleza y el Señor Duque saliendo en su féretro negro camino del cementerio de Convento, acompañado de fúnebres cánticos de sus fámulos. Y la señora, tras el féretro, acompañada de su gato negro.

¿Cuando se reconstruya el castillo aparecerá aquel juez y gato negro?

 

José Javier Rodríguez Alcaide

Catedrático Emérito

Universidad de Córdoba

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