«La docena de huevos de pava»

José Javier Rodríguez Alcaide nos lleva a los Reyes Magos de la Baena del pasado, cuando la necesidad se extendía entre la mayoría de los baenenses. El artículo, que lleva el título de «La docena de huevos de pava», se ilustra con la figura de los Reyes Magos que aparecía en un sobre del año 1965.

Huevos de pava
«¿Cómo podían venir en camellos desde el más lejano oriente? No me explicaba cómo habían logrado atravesar el mar en la espantosa incertidumbre de la noche y llegar a Baena. Para llegar al balcón de mi casa sólo tenían el signo del brillo de una estrella y los camellos eran capaces de oler la paja que había puesto en mis zapatos y el agua vertida por mí en una palangana. Venían cargados de juguetes y de cofres para el Niño con incienso, oro y mirra. Luego se volverían con los serones vacíos y los cofres sin peso en su peregrinar de regreso al desierto. Me ponía en marcha con ellos por esa ruta tan complicada tras aquella estrella movediza que era sorda y muda. ¿Cómo no se extraviaban y se orientaban hacia Baena y en Baena hacia el balcón de mi casa?
Al anochecer abría el balcón que estaba en la habitación de mi hermana y colocaba las vituallas para los camellos. Me iba a la cama en suspenso, indeciso y titubeando sobre sí en verdad dejarían el regalo pero me regocijaba al meterme debajo de la sábana y las mantas porque sabía que esa noche estaba preñada de buenos regalos. Era feliz, aislado entre las sábanas, esperando la aurora del día siguiente.
A mí me gustaban con deleite los huevos fritos en aceite de oliva y con unas gotitas de vinagre, pero las gallinas de mi corral no ponían huevos en invierno y era mucho dolor tener que esperar a la primavera para acompañar a mi padre en eso de comer huevos. Por eso decidí escribir a los Reyes Magos rogándole me trajeran una docena de huevos de pava por aquello de su mayor tamaño y más grande yema en la que mojar pan candeal. Tras la carta mi pensamiento se transportaba como en un profundo misterio a los magos que venían del más hondo desierto con camellos sedientos a ver en el pesebre al Niño Dios en San Bartolomé y luego a beber agua y comerse la paja que yo había colocado sobre mis zapatos.
Yo siempre estaré agradecido a aquellos Magos que, sin tener que arrodillarme ante ellos en esa noche mágica, me habían dejado una docena de huevos de pava con sus pintas de color marengo, moteados, para ser fritos en aceite de oliva virgen recién sacado del molino. Venían los doce huevos en una caja de zapatos y duraron, guardados en la alacena, más de dos meses porque me los fui dosificando hasta enlazar con los huevos de mi corral de gallinas en primavera.
Aquella noche la recuerdo, con nitidez. Me dormí bajo las estrellas frías en un aire seco con la esperanza de que los Reyes no pasaran de largo. A la aurora saludé con vítores a la caja de zapatos con la docena de huevos de pava, que tenían para mí más valor que cualquier juguete.
Cuando me comí el primer huevo frito miré a mi padre que me observaba y comprendí en el brillo de sus ojos cuando me decía que “cuando seas padre comerás huevos”; yo no quise esperar tanto y pedí huevos a los Magos».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

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