RELATO. EL VIEJO DE LA CALLE CÓRDOBA, de Rodríguez Alcaide (*)

La alegría se insinuaba en mí e iba extendiéndose de modo imperceptible. De repente la aparición de mi pueblo entre el mar de olivos, aún distante en la densa calima del mediodía, violando sin preaviso la paz de los olivares, solo alterada por el vuelo de algunos gorriones que surgían del arroyo. Dejar las curvas de los meandros del Marbella y ver la blancura de sus casas era como interludio de una verde realidad. Casas blancas, unas encima de otras, sin ahogarlas, varadas en seco en la ensenada de olivos. Dejar el olivar y entrar en el pueblo por el puentecillo era romper la costra del tiempo; del tiempo de verano en Obejo, a cuyo lugar yo había ido a pasar parte del estío con mi abuela materna.

Había un viejo, sentado en la puerta de su casa, calada su gorrilla, como escudo de sus pensamientos. Más viejo, mucho más que mi abuela, me atrajo el espectro de las generaciones que había entre el viejo, mi abuela, mi padre y yo, rechazando el esquema de los muertos. Yo presentí, al ver al viejo sentado, una esencia que fue muy viril y una gracia redentora que había dejado en Obejo, junto a mi abuela.

Baena, al volver de Obejo, era un lugar de vida; era como un sueño sin ancestral amenaza, de generosa vitalidad. Había como una omnisciencia mítica en San Francisco o una alianza con los dioses en la Almedina y me preguntaba: ¿dónde está el secreto de su prosperidad?

Volvía de Obejo para reclamar mi lugar en calle Llana y plaza vieja y al subir por la empinada calle desde el puentecillo ves sentado al viejo glorificado y esclavo de su vejez. Me había dejado golpear por los brazos de los olivos desde Espejo y ahora me atraía la serenidad del viejo apostado y somnoliento en el umbral de su blanca casa. No había sombra de ira en su rostro, ni resentimiento por un pasado fracaso; en su faz solo había paz.

En silencio le observé con lentitud reposar su mentón sobre su pecho y vi que se me agrandaba su personalidad. Estaba sereno y acostumbrado al seco calor de agosto; no tenía la vacía mirada del aburrimiento sino hipnotizado por el sol que destelleaba en el empedrado de la calle. Hablaba consigo mismo, como en susurros, con la esperanza de que Dios le reclamará su propia existencia. No me pareció que ese viejo estuviera vacío sino repleto de experiencia. Había sido jornalero, segador, albañil y hasta carpintero. Llegó a heredar una huerta en la madurez de su vida y a ella dedicó su fortaleza. Ahora, sentado a la puerta de su casa, no sabe qué hacer como no sabría que hacer en su silla un inválido. Era como mensajero de una vieja corriente. Al pasarlo, le dije: ¡buenos días José! Su felicidad era evidente, pues me contestó: ¡Ve con Dios, Pepito Javier!

(*) José Javier Rodríguez Alcaide es catedrático emérito de la Universidad de Córdoba e Hijo Predilecto de Baena.

La imagen corresponde a una vista posterior de la iglesia de San Francisco de Baena.

Iglesia de S Francisco

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