«VENCEJOS EN SAN BARTOLOME»

RELATO de Rodríguez Alcaide (*)

Durante aquellas largas tardes-noche de verano, repleto de inanición, me acercaba a San Bartolomé a mirar la vertiginosa evolución de los vencejos en el cielo. Observaba a los vencejos perseguirse con gritos salvajes allá arriba en las alturas revoloteando alrededor de la torre de la Iglesia. En los días de tormenta seca del verano bajaban a la altura de los tejados de las casa y desfilaban en vuelo rasante de la torre a la calle para atrapar en vuelo a los mosquitos alelados y retornar a los boquetes de la pared de la torre. Siempre me pregunté la razón de aquellos chillidos; no sabía si eran gritos de guerra entre los vencejos o de alegría por la nube de mosquitos que rodeaban el campanario de San Bartolomé; quizás fuera un modo de cháchara al igual que hacían a las puertas de sus casa mis convecinas. Había tardes-noche en las que los vencejos parecían alocados; desfilaban desordenadamente cada vez más deprisa y sus chillidos eran rápidamente más penetrantes y agudos, como pinchazos en mis tímpanos. ¿Por qué parecía que se perseguían?

Me sentaba en la acera de enfrente de San Bartolomé, cerca de una tienda que vendía tabaco, casi abocado a la calle Alta, y era imposible alejarme de la fascinación que me producía aquella loca diversión de los vencejos. Allí me quedaba pasmado, absorto y sentado, hasta que, llegada la noche, los vencejos se escondían en los huecos de los andamiajes de los muros de la torre, cercanos al campanario. Algunas palomas zuritas o torcaces también tenían en el campanario su nocturna posada.

Cuando volvía hacia mi casa en Puerta Córdoba nº2, frente al paredón, me imaginaba que podría echar a volar aprovechando aquella solitaria libertad llena de fulgor y de intimidad. Ahora a mis setenta y cinco años recuerdo aquellos viajes con los vencejos por todos los países de las ensoñaciones de mi alma. Aquellas palomas torcaces de San Bartolomé y la bandada alegre y alocada de vencejos son como pájaros alojados en mi memoria infantil que la llenan del color de la emoción. Provisto de mi tirachinas jamás se me ocurrió tensar la horquilla porque estaba seguro de la imposibilidad de acertar en la pechuguilla de algún vencejo, arquitecto de rapidísimas volutas en el aire. Ante los vencejos no cabía nada más que observar y mirar; no podía pensar en una excitación que les pudiera destruir sino en una obligada y atónita contemplación. Llegada la noche el silencio rodeaba la torre de San Bartolomé y yo bajaba desde mi puesto de acecho, cerca de la angostura que enlaza con el calle Alta, para por el empedrado acercarme a la barbería de Pablo que todavía seguía abierta. Me sentaba en el escalón del umbral, adjunto a la puerta de mi casa, y empezaba a soñar que podría algún día volar en el aire más rápido y con más agilidad que los vencejos. Estos vencejos no se parecían en nada a los colorines de las huertas con sus gorgojeos sonoros y sus tonadas, su plumaje rojizo en la pechuga y su mínimo vuelo asustadizo de junquera en junquera o de allí al olivar. Torre de San Bartolomé en verano, rodeada de los vencejos, era el contrapunto de la sosegada y calurosa paz de las huertas en el Calabazar. ¡Torre de mi infancia con su corte de agilísimos y ligeros vencejos!

(*) José Javier Rodríguez Alcaide es catedrático emérito de la Universidad de Córdoba e Hijo Predilecto de Baena.

Vencejos S Bsrtolome

Un comentario sobre “«VENCEJOS EN SAN BARTOLOME»”

  1. Felicito al autor, por la gran facilidad que tiene para transmitir sus recuerdos y sus sentimientos. A mi me pasa igual cuando veo evolucinor a esas prodigiosas aves.Cada año estoy lleno de ilusion de verlas regresar y esas maravillosas evoluciones. Lamentablementa cada vez son menores en numero. Pobres animales.

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