BAENA AL CONTRALUZ: LAGO DE SILENCIOS, por Rodríguez Alcaide (*)

Lo más sencillo será que empiece en Baena; mejor aún, en el número dos de la calle Puerta de Córdoba donde pasé mi infancia hasta mis casi trece años. ¿Conoces a las gentes de Baena? Están siempre dispuestos a hacer cosas muy extrañas; por ejemplo, a tocar el tambor vestidos con casco de alférez napoleónico y chaqueta roja de grandes almacenes, como el Corte Inglés, o a cultivar los mejores olivos que no tienen nada que ver con los de Getsemaní. Son estas gentes de Baena, gentes excepcionales. Yo lo afirmo pues nací en esta villa y allí me crié hasta que en 1950 me marché a Córdoba.
La ciudad en la que nací me pareció siempre una hermosura geográfica, sobre todo en los claroscuros de otoño y en las tormentas agosteñas. Siempre verde olivar y oro trigueño; en los comienzos de una primavera lluviosa y fría se llena en sus partes bajas de una sábana de bruma extensible y una atmósfera muy sensible. Y arriba en la Almedina en el cambio de estaciones, mirando al este, se nota la vibración pujante de un viento que no llega a ser una ráfaga constante. En la Almedina, pasando de este a oeste, la ciudad cambia ante tus miradas; una, inundada de luz de poniente sobre un océano de olivos; otra, por el efecto de la luz poblada de contraluces y al fondo el hilo del agua del Marbella.
Yo me siento contento cuando hablo de Baena porque recuerdo mis juegos infantiles, mis estudios en los jesuitas en la calle Mesones, mis excursiones en bicicleta a la estación de Luque con parada y sosiego en la finca de Los Ángeles de los Valdelomar; siempre que salgo de mi pueblo, pronuncio en mi interior el saludo esperanzado de ¡Hasta luego!, a pesar de que el día que cogí el autobús de Alsina y Graell para Córdoba nadie agitó las manos para despedirme.
Ahora, a mis setenta y cinco años, me vienen los recuerdos: lagos de silencio en el océano de olivos, que rodean al pueblo, y por la pequeña montaña del sur su desierto de rocalla y de maleza, en mis tiempos de niñez plantado de vides; y mi calle hacia San Francisco de una pendiente cansina y cortada por calles transversales que abrazan la colina en la que se asientan las casa de los vecinos. Siempre mis oídos recuerdan el redoble del tambor de los misereres. Aquel tambor, los viernes de cuaresma, pasaba tan cerca de mí que me sacudía de pies a cabeza, que me dejaba aturdido y asombrado. Cuando dejé Baena con mis doce años cumplidos me parecía que los olivos levantaban las ramas para despedirme; ya que nadie cuando subí al autobús ondeaba sus pañuelos.
El autobús, terminado el curso escolar, con mi aprobado de tercero de bachillerato, me alejaba de las siluetas de las torres de San Bartolomé y Santa María La Mayor, que, pasada una curva de la carretera, dejarían de percibirse; cada vez que regreso de mi pueblo a Córdoba me trastornan punzadas de sensibilidad, de añoranza de aquellas pardas torres sobre su lecho de cal blanca. Nadie brindó en mi familia cuando salimos de Baena porque con la marcha mi último hilo se estaba rompiendo; fue ese hilo que unió a mis padres casualmente en Baena, ciudad en la que ejercieron por primera vez de maestros de escuela y en donde se hicieron vecinos de pan, aceite y vino, de tambor enlutado y de huerta.
A medida que la carretera me aleja de mi pueblo, viejos recuerdos, parecidos a efluvios, luchan en mí, sin saber cual será el resultado del combate; cual será el premio a mi apuesta, camino del desconcierto. El premio es la remembranza de una infancia feliz, con un hoyo en un trozo de pan candeal, inundado del virgen aceite y regado por una lluvia de azúcar que terminaba en una chupadura de dedos.

(*) José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

NOTA: La fotografía es una vista de Baena, rodeada de olivos, tomada en el año 2008.

Baena al contraluz

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