Celebraciones en honor de Francisco Valverde y Perales

El Grupo Cultural Amador de los Ríos se unirá a las celebraciones que tendrán lugar este año en honor del historiador, militar y arqueólogo baenense Francisco Valverde y Perales. El 7 de julio de 1913 falleció en su vivienda de la calle Alta el ilustre baenense que escribió «Historia de la Villa de Baena» (1903) y dirigió la publicación de las «Antiguas Ordenanzas de la Villa de Baena» (1907). Valverde y Perales escribió en verso «Leyendas y tradiciones. Toledo, Córdoba y Granada» (1900) y la obra de teatro «Heridas de la honra» (1892). Como arqueólogo, hay que reconocerle su importante contribución al reconocimiento del yacimiento del cerro del Minguillar, donde se localizó la ciudad de Iponuba, y en el que encontraron destacadas piezas, algunas de las cuales conserva el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Baena ha de estar a la altura para rendir el justo tributo a Valverde y Perales. Se trata, como escribió el corresponsal en Baena de El Defensor de Córdoba en 1913, de no olvidarlo y rememorar su importancia para la ciudad: “Hombre de las cualidades del señor Valverde es digno de nuestra estimación y acreedor a que jamás le olvidemos; verdad es que hace algunos años el ilustre Ayuntamiento de esta ciudad acordó como lo hizo poner su nombre a una de las plazas de ésta; verdad es que sus últimos días los ha pasado entre nosotros, querido y respetado por todos, rindiendo así verdadero culto a aquella despejada inteligencia y viva imaginación, que tantos versos compuso, como se leen en sus apuntes históricos, Toledo, Córdoba y Granada, y a aquella bien templada e incansable voluntad, hasta que dio fin a la amplia y bien documentada Historia de Baena; pero es necesario que jamás le olvidemos, y cuando repitamos su nombre sea para alabarlo y bendecirlo. Descanse en paz…”.

Valverde y Perales

«La Maestra de Párvulos»

José Javier Rodríguez Alcaide rememora en el siguiente artículo sus años en la escuela de la Puerta de Córdoba. Una entrañable postal de aquellos años de la posguerra.

Puerta de Cordoba

«La escuela estaba situada en el principio de la calle Puerta de Córdoba, en un barrio de hortelanos, jornaleros, agricultores y pequeños comerciantes. La calzada de la calle estaba empedrada y no tenía aceras y estaba aromatizada con cagarrutas de cabras y cagadas de acémilas. Las casas, casi todas, pintadas de cal blanca y la panadería, colmado y tienda de pasamanería tenían mostradores y estanterías muy viejas. Al lado de la escuela estaba la barbería del tío de Marcos, quien cuando fue mayor estudió para cura. Curiosamente no recuerdo ninguna taberna cerca de la escuela; la más cercana era la del Menciano en Amador de los Ríos. Se entra en la Puerta de Córdoba desde la de Amador de los Ríos sin señales de circulación de coches, allá por los años cuarenta del pasado siglo. En mi barrio pueden pasarse meses sin poder ver un gabán y un sombrero, pero sí gorras de campo y sombreros de paja. Cerca de la escuela está la Plaza Vieja, siempre concurrida, animada y cuadrilátero de peleas de los niños de la vecindad. La escuela no se veía desde la calle; para entrar en ella se había de atravesar un zaguán y un patio, encalado a un lado y ventanales a otro, muy estrecho. Era una escuela unitaria para niños de cuatro a siete años. Flanqueada en un lado por una fila alta de ventas, el suelo era como damero blanco y negro y por su puerta caudal se salía al recreo.
No había portería ni directora; la maestra hacía de portera, de directora y de ayudante en tareas no puramente docentes. Sí había una gran pizarra y buenos mazos de tiza. Escribíase con lápiz de grafito y una pluma que se mojaba en un tintero de china, embutido en el pupitre. No recuerdo que existiera cuadro de honor pero sí lloriqueos de los nuevos escolares al comienzo del curso. No había lavabos y sí un pequeño retrete en el patio de recreo. Éramos todos liliputienses, de piernas delgadas y desnudas y zapatos de talla para un par de años, rellenados con algodones en las punteras hasta que crecieran los dedos y atados con cordones que atravesaban ojales. Tengo la sensación desde aquella pequeñez mía que el techo de la escuela era altísimo. Recuerdo que éramos niños y niñas, por lo que se llamaba escuela unitaria (por tener una sola clase) o mixta (por aceptar niños y niñas hasta los ocho años). A pesar de ser tan pequeño tengo la sensación de que en el aula reinaba una digna sensación de pobreza pues no había uniformes y cada uno vestía como la economía parva de su familia le permitía; pantalón corto sobre la rodilla, calcetines caídos, zapatos mal abrochados.
Me llamó la atención la maestra; era una mujer joven, de grandes ojos, nariz casi aguileña, muy activa, morena y esbelta sobre sus tacones, bien vestida, majestuosidad en la frente y cercana a los niños, que en su caso se comportaba de modo más severo. Nos enseñaba a escribir con lápiz y luego con tinta en cuadernos de caligrafía; a leer las primeras letras y sílabas fáciles como pa y ma y luego años más tarde la tabla de multiplicar que recitábamos memorísticamente en alta voz con ejercicios de lectura en la pizarra. Aquella maestra en alta voz nos hacía dictado colectivo y pronunciaba de modo muy claro la c y la s, durante el cual se hacía un silencio viviente embebido en la voz de la maestra. Durante el cuarto de hora del recreo la profesora aprovechaba para darle la vuelta al guiso de la cocina, anexa al aula, que estaba en la misma casa de la maestra. Ese era el momento de nuestra libertad en un recreo desde el que se podía ver otro corral, al fondo, de gallinas. El miedo sucedía cada año cuando venía la inspectora a revisar el avance de nuestros conocimientos. Era una señora gruesa y bonachona, teresiana por vocación y de nombre doña Josefa Moyano y ante ella demostrábamos nuestros avances en catecismo, tabla de multiplicar, sumas y restas y buena caligrafía. La maestra quitaba el polvo de los pupitres, limpiaba de tiza la pizarra con un trapo húmedo y descolgaba algún mapa del trípode que sostenía la pizarra antes de que llegase la inspectora. Yo era un mozuelo que respetaba, aunque no temía a la maestra, y siempre seguía sus huellas. Esa maestra era mi madre y la escuela estaba en mi misma casa, número dos, de la calle Puerta de Córdoba en Baena».

Jose Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

Panecillo de cortijo

Baena JJRA

Cada panecillo del cortijo se me atragantaba más y más en Nochebuena; mi boca estaba llena y se deleitaba con el sabor algo dulzón del dulcecillo. Yo tenía ocho años; había sido un niño inapetente, pero a esa edad por mis paseos desde Puerta Córdoba al Grupo Escolar Juan Alfonso de Baena, en los aledaños del parque, se me había despertado el apetito. En el fondo yo he siempre, desde esa fecha, confiado en el hambre, pues es una experiencia sana y poderosa como para constituirse en arma para salir victorioso contra uno mismo y contra el entorno. No olvido nunca el hambre en Baena en el bienio 1944-1945, incluso el racionamiento y los cupones para retirar azúcar y otros alimentos.

Mi abuela se reía al ver lo apurado que andaba yo intentado domeñar los panecillos de cortijo en la función de deglución de mi garganta. Mi abuela se había visto obligada tras la guerra civil a llevar el trabajo a la categoría de virtud, a fin de dar sentido a tantos años, desde 1936 a 1946, perdidos. En Navidad entre “perrunas” y “panecillos” la recuerdo repetir la palabra “trabajo”, que mi madre ampliaba retardando su segunda sílaba, “trabaaajo”.

Siempre recuerdo el grato sabor del “panecillo de cortijo” unido a la vibración triunfal de la palabra trabajo, pues mi abuela me profetizaba que “quien de joven no trabaja, de viejo duerme en la paja”. Así que para mí el trabajo no ha tenido servidumbre pero siempre he sido siervo del panecillo de cortijo de mi pueblo. Mi abuela en esa fecha era muy joven, viuda desde 1937; diez años después tenía 54 años. Nunca vi una condena hacia mí, sino un jovial gozo cuando ella me miraba deglutir tan rico dulce navideño y quedarme en silencio disfrutando de la beatitud, que expresaba mi cura tras una digestión tan feliz.

Ya saben que en Baena, en Navidad y en 1946, hace mucho frío; demasiado frío para salir a jugar con la pelota de trapo; el frío se echaba encima de mi cuerpo, con todo su peso sobre mi cuerpo inmóvil, sentado al calor del brasero de picón. Me recuerdo abandonado en la silla, con las piernas ardiendo en “cabrillas” por las ascuas del brasero, regodeándome con el juego de mi lengua entre los dientes para aprovechar el último sabor de aquel dulcecillo. El frío y yo dormíamos juntos por Navidad con un panecillo bajo la almohada.

Y todavía por Navidad, sin frío, yo duermo con un panecillo del cortijo bajo la almohada por la gentileza de don Manuel Albendín Pedrajas.

 

José Javier Rodríguez Alcaide

Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

Felicitación Navidad 2012


Navidad2012

El Grupo Cultural Amador de los Ríos ha preparado una postal navideña para felicitar estas fechas y desear a todos un próspero 2013.

En esta ocasión ha sido Paco Ariza, en el año que ha sido nombrado Hijo Predilecto de Baena, el que nos ha preparado un magnífico dibujo con el que dirigirnos a todos nuestros amigos. Desde el Grupo Cultural Amador de los Ríos te deseamos unas felices fiestas y que el nuevo año sea el comienzo de una prosperidad social y cultural.

Paco Expósito,
Presidente del Grupo Cultural Amador de los Ríos.

Censo actualizado

El censo de población correspondiente al año 2011, que se ha publicado hoy por el INE, vuelve a situar a Baena con más de 20.000 habitantes tras caer en el estudio demográfico del año 2001. Baena cuenta con 20.061 habitantes, un 4,7% más que en 2001. De estos censados, 19.030 son españoles y 1.031, extranjeros. Por tramos de edad, hay 3.461 menores de 16 años; 13.311 entre 16 y 64 años y 3.290 con más de 65 años. El máximo poblacional de Baena se alcanzó en el año 1940, cuando había 24.830 habitantes de hecho. Por el contrario, el número más reducido en las últimas tres décadas se dio en 1981, con 16.599 censados.

«Las monjas del Asilo»

«Tienen que haber existido en mi infancia complicidades conmigo mismo, quizás inconscientes, que afloran ahora a la edad de jubilado. Vuelven a mi memoria las monjas del asilo de San Francisco allá por los finales de los años cuarenta del siglo pasado y las mujeres de aquella época en mi pueblo de Baena. Oigo todavía la puerta que se abre y se cierra y que chirría cuando las monjas o los viejecitos vienen a la iglesia desde el asilo; era una puerta arruinada, que hoy día da a un patio reformado. ¿Un olor? Claro que huelo a cirio encendido y a confesionario, a mujeres mayores que en grupo se acercan a la pila a tomar agua bendita; las veo recoger con la punta de sus dedos una pequeña dosis de aquella bendita agua y de puntillas avanzar hacia el camerino de nuestro padre Jesús Nazareno. Se arrodillan para rezar e implorar; luego se levantan silenciosas e intercambian movimientos de cabeza con las monjas del asilo y saludan con mudos parpadeos. Durante mi niñez estos modales eran protocolos inmutables. Llevaban velos en la cabeza que se inclinaban como un pálpito al agachar sus cabezas ante el Nazareno o su Madre. Se sientan frente al altar mayor en reclinatorios de su propiedad y ladean la cabeza para saludar en silencio a la otra orante. Cuando se levantan del reclinatorio murmuran entre ellas.

Algunas ricas señoras tenían un lujoso reclinatorio a ellas reservado y de su propiedad; en misa de domingo me deslumbraban y me intrigaban, porque la ignorancia alimenta la inaccesible curiosidad. Yo me imaginaba sus vidas señoriales y unas vidas secretas de lujo y comodidad. Las que no tenían reclinatorio ni asiento en los bancos arrastraban sillas; se arrodillan todas, hacían amplias señales de la Cruz y con sordos golpes de pecho expiaban sus culpas.
¿Qué pensaba yo a mis recién cumplidos diez años? Pues que escondían pesetas de papel en lugar de estampitas de santos en sus devocionarios, que luego apresaban rodeándolos con sus rosarios de plata y que entraban en el asilo a dejar su ayuda y su limosna. Eran luminoso ejemplo de virtudes cristianas femeninas. Pero, sobre todo, que yo luego, en domingo, podía bajar a las huertas, llenas de perfumes de libertad, pues era uno de los pocos placeres, junto al de jugar a la pelota en la calle cementada de Amador de los Ríos, que podía gozar sin restricción; podía vivir en las huertas mi paraíso verde libremente en coexistencia con la naturaleza y con Dios; los domingos, tras la misa de San Francisco, vivía libremente sin otra segunda intención. La verdad estaba en el asilo de San Francisco y también en la huerta de Domingo Ortiz y en la de Calabazar. ¿No es esto un ligero principio de sabiduría?».
José Javier Rodríguez Alcaide,
Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba

«Encuentros con el Cine»

Hoy miércoles se proyecta en el IES Góngora de Córdoba, a partir de las 18.00 horas, el documental sobre la vida y obra del pintor y escultor Paco Ariza. «Desde el cielo a la tierra» fue dirigido este año por Miguel Ángel Entrenas y editado por el Grupo Cultural Amador de los Ríos, con guión de Pepe Cañete. El acto contará con la presencia del propio director, el pintor Paco Ariza y Pepe Cañete, autor del libro sobre Paco Ariza. El acto se incluye dentro del ciclo «Encuentros con el cine» y será presentado por José Miguel Gutiérrez. La entrada será libre y tras la proyección se entablará un coloquio.

Incluimos la breve entrevista publicada hoy en diario Córdoba sobre el derroche alimentario en las sociedades llamadas «civilizadas».

José Esquinas: «Tiramos a la basura el 30% de los alimentos que compramos»

DIRECTOR DE LA CÁTEDRA SOBRE HAMBRE Y POBREZA
F.E. 11/12/2012

–¿Por qué se celebra este seminario sobre cultivos infrautilizados en Córdoba?
–Córdoba fue encuentro de civilizaciones. Fue el lugar por donde entraron los cultivos procedentes de los países árabes y de Latinoamérica.

–¿Por qué hay que reivindicar los cultivos tradicionales?
–A lo largo de la historia del ser humano han existido entre 7.000 y 8.000 especies distintas que se han utilizado para la alimentación. Hoy no quedan más de 150. De ésas, cuatro suponen más del 60% de la alimentación humana. Estamos desperdiciando el valor de miles de especies que se siguen utilizando en muchos países. Están dejados de la mano de Dios y se podría mejorar su productividad, pero no interesa invertir para los que no pueden pagar. Cada dos segundos muere una persona de hambre en el mundo, a pesar de que hay alimentos para el doble de la población. Es un grave problema. Lo importante no es producir más, sino producir localmente en los lugares que se necesita. En un momento de cambio climático, muchos cultivos no se podrán cultivar y tendremos que buscar otros alternativos. Es contradictorio, pero el número de obesos en el mundo supera al número de hambrientos.

–¿Qué hay que hacer?
–Es más necesario que nunca un replanteamiento de la situación. El 30% de lo que compramos lo tiramos y el 15% no se llega a abrir. Hay que hacer el sistema más eficiente.

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