«Baena en las raices del cielo»

José Javier Rodríguez Alcaide reconoce en el siguiente artículo la labor de Jesús Serrano al frente del Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena a propósito de la digitalización del libro «Baena en la historia», que escribió su padre, Manuel Rodríguez Zamora. El pequeño volumen se publicó en 1949 tras resultar ganador en un concurso convocado por el Ayuntamiento de Baena con motivo del centenario del nacimiento de Valverde y Perales. El Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena ha colgado en su página web el libro de Rodríguez Zamora. La foto que se incluye es la portada de la primera edición del citado libro.

Baena en la Historia
El artículo de Rodríguez Alcaide se titula «Baena en las raíces del cielo»:

«Los hombres, a lo largo del tiempo, han sacrificado lo mejor de sí mismos en el supremo intento de conservar la historia verdadera y real de una sociedad, una comuna, un pueblo. Uno de esos hombres es Jesús Serrano, director del Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena, quien ha situado en las raíces del cielo la obra del historiador y escritor Francisco Valverde y Perales. Al colocar las obras de Valverde y Perales en las raíces del cielo consigue que la historia de Baena pueda estar a disposición de todos los internautas, una vez que Jesús Serrano y el equipo han considerado que estas obras son dignas de difusión a nivel mundial.
El gozo entró en mi alma cuando me pidió autorización para digitalizar el libro de mi padre “Baena en la Historia”; este libro, dirigido a escolares, adecuaba las investigaciones de Valverde y Perales a la mente infantil de los alumnos del Juan Alfonso de Baena. Que el libro de Manuel Rodríguez Zamora se ubique en las raíces del cielo junto a los estudios de Francisco Valverde Perales es para mí una gran satisfacción, como hijo del autor.
Es una tarea parsimoniosa y ardua la de escanear las páginas de un libro y más meritorio todavía es querer que el modesto libro de mi padre aparezca en la pantalla del ordenador junto al calor rubí de la Historia de Baena de Valverde y Perales. Esa paciente labor nace de la gran voluntad de Jesús Serrano.
Curiosamente yo nací en la Plaza Valverde y Perales en la casa en la que mi madre tuvo su primera escuela unitaria. El aula daba a la plaza y desde allí se podía en alzada contemplar la cárcel. Cuando yo tenía diez años, 1948, recuerdo a mi padre, sentado en su salón biblioteca de la casa en Puerta Córdoba número 2, con el libro de pastas rojas de Valverde y Perales y los dibujos a plumilla de Gutiérrez y la colaboración de un tal Ávila. El dibujo que más me gustó es el de Rafael Torres, porque representaba la imagen que de la plaza vieja yo tenía en mi mente como párvulo en la escuela de mi madre. Desde donde yo nací se veía la cárcel de Baena, estilizadamente representada en el dibujo a plumilla, y se apreciaba la gran amplitud de aquella vieja plaza, su cuesta pina, y sus enlaces con la calle Alta y el Tinte.
Mis ensoñaciones siempre estaban alrededor de la “Piedra Escrita” y del dibujo de Ávila en el que aparecía la inscripción, sobrevolada por corvidos en la cima del Minguillar. Aquella mujer tan joven, de alta alcurnia, que se casó con un esclavo, perdiendo su libertad, me hizo imaginar a mis once años lo que sería el amor platónico de aquella dama. Así que yo veía, enterrados, a Vivia Grocale, Patricia de 29 años, junto a Tito Annio Firmo, esclavo sin manumitir, en el montículo en el que estaba aquella piedra escrita. Siempre ensoñé que los padres de Patricia habían allí enterrado a los dos, por ser los amantes más fieles de Baena.
Me sentía orgulloso de que el escudo de Baena hubiera ondeado en los muros de la Alhambra, cuando el Señor de Baena, ayudó a conquistar Granada. Lo leí en 1949 en el libro de mi padre; él me relató la hazaña y la primera vez que visité Granada en 1968 para acceder a la Alhambra busqué con mi imaginación la torre en la que hubiera ondeado el pendón de Baena. Incluso, cuando leí por primera vez “Cuentos de la Alhambra” de Washington Irving por encargo de doña Luisa Revuelta, catedrática de Literatura, se agarró en mi lectura de la Torre de la Vela el tremolar del pendón de Baena, con las cabezas decapitadas de los moros.
El dibujo a plumilla de la plaza de la Constitución con todo el pueblo esperando el sorteo de casi 9.000 hectáreas del Monte Horquera comunal fue para mi un relato que me acompañó hasta que estudié en Historia Económica las desamortizaciones del siglo XIX en España, una privatización que se repite ondularmente a lo largo de la historia. Que mi pueblo hubiese creado Doña Mencía y luego Nueva Carteya llenaba mi orgullo infantil y cuando presidí ABASA, la empresa que envasaba aceites de oliva de Baena, y que integró la comarca desde Albendín a Zuheros, siempre venía a mi memoria que aquellos hijos de Baena (Nueva Mencía y Nueva Carteya) se amalgaban en ABASA para iniciar un proyecto en común ciento sesenta años después de aquella emancipación.
Aquel libro de “Baena en la Historia”, que fue mi guía en el amor que yo le tengo a mi pueblo, está hoy en las raíces del cielo por la generosidad de Jesús Serrano y del Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena. Mi padre que ya está en ese cielo podrá volverlo a leer sin necesidad de apoyarse en las redes de internet, porque él es una de las raíces de ese cielo».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

Exposición jóvenes creadores

La Asociación Fotográfica Baenense (Afoba) inauguró anoche la quinta edición de la exposición de jóvenes creadores, en la que se dan a conocer las obras de sus integrantes. La muestra se mantendrá hasta el 12 de febrero en la Oficina de Turismo (antigua videoteca). En la imagen, realizada por Miguel Párraga, aparecen José Carlos Priego, Vicente Cruz y María Jesús Serrano, alcaldesa de Baena, y José Valle durante la inauguración.

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Más información en la web de la asociación

Exposición fotográfica

La Asociación Fotográfica Baenense (Afoba) inaugurará este viernes, día 18, una exposición fotográfica en la que se ofrecerá la obra de jóvenes creadores. La muestra, que cumple su quinta edición, se expone en el Centro de Información Juvenil-Oficina de Turismo, situada en la calle Virrey del Pino, 5. La inauguración tendrá lugar a las 20.30 horas. La exposición permanecerá abierta hasta el 12 de febrero, en el horario de la Oficina de Turismo.

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«Afamado médico»

Nuevas curiosidades de la Baena de la posguerra a través de los recuerdos de José Javier Rodríguez Alcaide. En este artículo, el profesor baenense recupera a un médico muy conocido en la Baena de entonces y que pasaba revisión a las hetairas del municipio. Se titula «Afamado médico» y lo ilustramos con una vista de la ciudad de hace unos años.

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«Cuando, los miércoles, trataba de salir de casa al oscurecer y jugar con mis amigos en los aledaños de la plaza vieja, mi madre se enfadaba y percatada, me hacía entrar en el redil. Y es que los miércoles de cada semana nada respetadas señoras caminaban ida y vuelta desde el Tinte a la calle Amador de los Ríos a un dispensario cerca de la “gota de leche”. Los amigos nos apostábamos tras el paredón, escondidos por las siluetas de dos grandes acacias, para disfrutar de las más refinada y pueril de nuestras pillerías. Aquellas mujeres del Tinte iban semanalmente a ver a un famoso médico de Baena, modesto y generoso, que se metía en labores de reconocimiento ginecológico de las “hetairas” del pueblo; estaba catalogado de gran clínico y estratega de la salud de aquellas damas de casas de lenocinio. Era médico famoso, soltero por entonces, experto en tales menesteres y único a quienes las busconas encomendaban su pellejo; mujeres de mancebía que apreciaban lo rápido y seguro que era su ojo clínico y en sus diagnósticos. Decían que el médico era glacial con tendencia al silencio pero los más lo calificaban de abierto y jactancioso. Yo lo recuerdo más bajito que mi padre, algo regordete, con un buen calado sombrero, de pausado caminar y no necesariamente rudo. Lo veía a distancia con frecuencia pues mis padres eran amigos de los maestros de escuela don Antonio Candel y doña Ana Moreno y el ginecólogo tenía su conducta al lado de la casa de esos amigos paternos. Tenía andar de persona importante en el pueblo y caminaba como si fuera un ministro plenipotenciario; debió ser médico prudente y reservado porque la procesión de mancebas a su consulta ocurría bien oscurecido y a un ritmo de media hora de distancia entre ramera y ramera. Aquellas mujeres de mala vida pasaban delante de la puerta de mi casa silenciosamente, una vez caído el crepúsculo vespertino, cuya cadencia de paso tenía que ver con tiempo de reconocimiento clínico. Nosotros pequeñajos las observábamos con curiosidad, escondidos tras del paredón e incluso detrás de los grandes troncos de las acacias.
Habíamos oído a la vecindad hablar de ellas y nos causaba curiosidad en la negrura de la temprana noche verlas venir desde el Tinte por plaza vieja hacia Amador de los Ríos y esperar su regreso. Era un desfile de placer nacido de la curiosidad que se anulaba por el dolor que me producía la “torta” que me propinaba mi madre por espiar a aquellas furcias. El trasiego de “niñas” de las casas de “añil” era realidad escondida, que afloraba en la primera nocturnidad de cada miércoles, al verlas pasar en diligente silencio en su regreso; no eran deidades ni fantasmas; simplemente eran mujeres que se ganaban la vida comerciando con sus cuerpos. Cada miércoles, apostados tras el paredón, era a modo de teatro; alzado el telón de la caída del crepúsculo vespertino desfilaban bien vestidas y con altos tacones hacia la consulta del médico; eran nuestras actrices y nosotros sus espectadores; agudizábamos la vista para calibrar sus bellezas; si eran garbosa no aplaudíamos ni gritábamos para no ser descubiertos pero nos guiñábamos pícaramente pero si no se ajustaban a nuestros gustos les tirábamos chinas para que aligeraran el paso hacia la plaza vieja. Poco duraba el desfile pues pronto salían nuestras madres reclamando nuestra presencia. Tuve la sensación de que aquel era un desfile trágico y de poco talento que generaba nuestra curiosidad y luego nuestro lamentos, que proseguían a los pellizcos y regañinas de las madres. No sentía admiración sino curiosa pena de aquellas mujeres que imaginaba iban como castigo a ver al médico que se llamaba Baena igual que el nombre de mi pueblo. El desfile de prostitutas del miércoles era para mí un gran acontecimiento nimbado de mágica aura. Jamás nos atrevimos a seguirlas hasta la casa del médico por lejos y por el asegurado zapatillazo materno en nuestro trasero. Volvíamos del acecho unas veces contentos y otras con mucho temor por haber sido cazados en el “puesto”.
Los de mi edad podrán poner nombre a tan afamado médico».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

Presentación actos commemorativos

El sábado 19, a partir de las 19.30 horas, tendrá lugar en la Casa de la Cultura de Baena la presentación de los actos conmemorativos del centenario del fallecimiento de Francisco Valverde y Perales. El programa de actividades, organizado por el Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena, cuenta con la colaboración del Grupo Cultural Amador de los Ríos.

Centenario Valverde

Información sobre Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena

Diario Córdoba  recoge hoy una información sobre el Centro de Documentación Juan Alfonso de Baena en la que se recoge el nuevo proyecto de la fundación de difundir la obra de los intelectuales baenenses más destacados a través de su página web (www.juanalfonsodebaena.org). A partir del 19 de enero se colocará en la citada página toda la obra de Valverde y Perales para poder ser consultada. Este proyecto se incluye dentro de los actos para conmemorar el centenario del fallecimiento del historiador baenense.

 

«La docena de huevos de pava»

José Javier Rodríguez Alcaide nos lleva a los Reyes Magos de la Baena del pasado, cuando la necesidad se extendía entre la mayoría de los baenenses. El artículo, que lleva el título de «La docena de huevos de pava», se ilustra con la figura de los Reyes Magos que aparecía en un sobre del año 1965.

Huevos de pava
«¿Cómo podían venir en camellos desde el más lejano oriente? No me explicaba cómo habían logrado atravesar el mar en la espantosa incertidumbre de la noche y llegar a Baena. Para llegar al balcón de mi casa sólo tenían el signo del brillo de una estrella y los camellos eran capaces de oler la paja que había puesto en mis zapatos y el agua vertida por mí en una palangana. Venían cargados de juguetes y de cofres para el Niño con incienso, oro y mirra. Luego se volverían con los serones vacíos y los cofres sin peso en su peregrinar de regreso al desierto. Me ponía en marcha con ellos por esa ruta tan complicada tras aquella estrella movediza que era sorda y muda. ¿Cómo no se extraviaban y se orientaban hacia Baena y en Baena hacia el balcón de mi casa?
Al anochecer abría el balcón que estaba en la habitación de mi hermana y colocaba las vituallas para los camellos. Me iba a la cama en suspenso, indeciso y titubeando sobre sí en verdad dejarían el regalo pero me regocijaba al meterme debajo de la sábana y las mantas porque sabía que esa noche estaba preñada de buenos regalos. Era feliz, aislado entre las sábanas, esperando la aurora del día siguiente.
A mí me gustaban con deleite los huevos fritos en aceite de oliva y con unas gotitas de vinagre, pero las gallinas de mi corral no ponían huevos en invierno y era mucho dolor tener que esperar a la primavera para acompañar a mi padre en eso de comer huevos. Por eso decidí escribir a los Reyes Magos rogándole me trajeran una docena de huevos de pava por aquello de su mayor tamaño y más grande yema en la que mojar pan candeal. Tras la carta mi pensamiento se transportaba como en un profundo misterio a los magos que venían del más hondo desierto con camellos sedientos a ver en el pesebre al Niño Dios en San Bartolomé y luego a beber agua y comerse la paja que yo había colocado sobre mis zapatos.
Yo siempre estaré agradecido a aquellos Magos que, sin tener que arrodillarme ante ellos en esa noche mágica, me habían dejado una docena de huevos de pava con sus pintas de color marengo, moteados, para ser fritos en aceite de oliva virgen recién sacado del molino. Venían los doce huevos en una caja de zapatos y duraron, guardados en la alacena, más de dos meses porque me los fui dosificando hasta enlazar con los huevos de mi corral de gallinas en primavera.
Aquella noche la recuerdo, con nitidez. Me dormí bajo las estrellas frías en un aire seco con la esperanza de que los Reyes no pasaran de largo. A la aurora saludé con vítores a la caja de zapatos con la docena de huevos de pava, que tenían para mí más valor que cualquier juguete.
Cuando me comí el primer huevo frito miré a mi padre que me observaba y comprendí en el brillo de sus ojos cuando me decía que “cuando seas padre comerás huevos”; yo no quise esperar tanto y pedí huevos a los Magos».

José Javier Rodríguez Alcaide
Catedrático Emérito
Universidad de Córdoba

MISA DEL GALLO EN SAN BARTOLOMÉ

San Bartolome

Después del día 22 de diciembre llagaba mi ansiada libertad para vagabundear desde mi casa a la muralla en Amador de los Ríos y desde allí a la Doctora esperando la Navidad; el pulso de mi barrio en Baena latía más febrilmente en víspera de tan esperada solemnidad. Al final de los años cuarenta nadie se vestía con los abigarrados colores de Santa Claus, como ahora, pero las casas empezaban a oler a anís y a pestiños; las calles no estaban iluminadas de luces del arco iris como en estos días pero la chiquillería, entre la que me encontraba, escupíamos saliva en nuestras manos para hacer vibrar el carrizo de la zambomba y nos agrupábamos para pedir, casa por casa, el aguilando. Aguilando o aguinaldo, nosotros cantábamos, zambombas y platillos en mano, rascando la botella de anís de Rute, la siguiente letrilla

“Dame el aguilando

carita de rosa

que no tienes cara

de ser tan roñosa”

Terminado el recorrido con algunas “perras gordas y chicas” en el bolsillo, me dirigía contento a casa a esperar las campanas de media noche para la  misa del gallo en San Bartolomé, que me atraía mágicamente. San Bartolomé era, dada mi pequeñez, una gigantesca iglesia, mucho más bonita que Guadalupe, porque su señorial torre me subyugaba y la veía llena de misterios.

La noche de la misa del gallo (jamás entendí la razón para así llamarla) estaba ligada a una especial liturgia y al frío que me helaba las orejas y la nariz que nos hacía pasar un Niño Jesús inescrutable. La misa del gallo en San Bartolomé era punto de reunión del barrio para todos los vecinos que no eran ricos como los que se aceraban a Guadalupe. El Niño en su cuna nacía en medio de un frío invernal.

Apenas había luz en el templo, solo los cirios del altar mayor; temíamos todos que la luz eléctrica se fuera, lo que era habitual en Baena, teniéndonos que iluminar con un candil de aceite de oliva. Recuerdo la magnética comunicación de mis vecinos al cantar villancicos con extraña alegría y fervor. Noche Buena en Baena; noche en lo más hondo del invierno en el que las cálidas voces en San Bartolomé dejaban mi corazón palpitante y mi estómago esperanzado en los pestiños que mi madre había frito unas horas antes en esta víspera de Navidad.

Cesaron los villancicos y el señor cura bajó del altar; se subió al púlpito revestido de sábana blanca y casulla reluciente con una voz que me parecía un puñal. Hablaba y hablaba mientras yo tiritaba de frío con mis rodillas al descubierto y mis calcetines cortos. Era todavía época de hambre y racionamiento y todos ansiábamos la exaltación de la esperanza divina en un año de mejor cosecha de aceite.

Nochebuena no era noche de malos presagios sino del Nacimiento presentido que yo no sé por qué razón nacer presagiaba muerte. Ese mal augurio rápidamente se transfiguraba en el café de malta, cebada tostada, colada de zurrapas y mezclado con leche de cabra que al día siguiente, calentito, yo me iba a tomar con picatostes emborrizados en azúcar moreno, adornado en su final con pestiños con granos de anís.

Cuando el cura decía que en esa Nochebuena “la Luz nos sería prodigada” yo creía que, al menos por Navidad, la Compañía Sevillana de Electricidad no nos dejaría sin ella por un “quitame allá esas pajas” o por causa de un ligero viento de Oriente que acompañaría a los Reyes Magos, porque Nochebuena y Candil están ligados en mis recuerdos de los años cuarenta en Baena por Navidad.

 

José Javier Rodríguez Alcaide

Catedrático Emérito

Universidad de Córdoba