CUENTO: LA NOCHEBUENA DE LOS VIEJOS

Por Antonio José Bujalance
Los tres hombres estaban sentados alrededor de la mesa, en un rincón de la taberna. Sobre el mármol, tenuemente calentado por el brasero, había dos vasos de agua, un cacharrito con bicarbonato, una copa de vino y dos tazas de café. Los tres hombres eran viejos, el más viejo tenía entre las manos una mugrienta baraja de cartas que nunca terminaba de barajar.

Estaban los tres callados.

El de las cartas se arrellanó en la silla, suspiró, bebió un buche de agua, y siguió barajando las cartas.

Siguieron callados.

El tabernero, sentado en otra mesa, ojeaba las estampas del «Abc» y deletreaba a media voz los titulares de los artículos. Se mojaba con saliva un dedo cada vez que pasaba una hoja.

—Me parece que esta noche no habrá tute- dijo uno de los viejos.
Los otros no le contestaron, ni siquiera le miraron, como si no hubieran oído sus palabras.

Estaban sentados junto a la ventana, a través de los cristales se veía la plaza.

Al fondo de la plaza se veía el cuadro iluminado de la puerta de la Iglesia, en el quicio había una sombra, un mendigo parecía, una persona. Y por la plaza, veían pasar de vez en cuando grupos de hombres y mujeres y chiquillos que cantaban. A través de los cristales veían un paréntesis de alegría que aquella noche se había abierto sobre la plaza. Aquella era una noche sin ayer y sin mañana. Los hombres, las mujeres y los niños estaban alegres, cantaban y bebían.

La sombra del mendigo en la puerta de la Iglesia era un borrón en la noche alegre.

—Sí- dijo un viejo- parece que esta noche ya no viene don Mauricio.
Y se llevó la copa a los labios. El vino sonó al atravesar su boca babosa y desdentada.

—Hoy cena en casa de su nieta- respondió otro viejo.

—Seguramente será eso.

Y se quedaron de nuevo callados.

El más viejo de los tres, con torpes movimientos, barajaba y barajaba incansable las cartas.

El viento, saturado de copos diminutos, azotaba los árboles desnudos de la plaza y hacía sonar los cristales. Los viejos veían moverse los árboles, oían los cristales y sentían el frío dentro de sus pechos.

—El año pasado tampoco vino don Mauricio por esta noche- dijo uno.

—El año pasado sí vino, fue hace dos años.

—Quizá.

Al más viejo de los tres -ochenta y dos, setenta y nueve, setenta y seis años- le salían las palabras sibilantes entre los dos únicos dientes, negros, carcomidos. El que bebía vino, el único de los tres que aún podía beber vino, tenía la voz gangosa. El tercero acompañaba cada palabra con un ronquido.

—La nieta de don Mauricio dirige este año le Campaña de Navidad, según creo.

—Yo este año he dado veinte duros más que el año pasado.

—Yo he dado lo mismo, yo no tengo los ingresos de usted, y además creo que Dios no olvida lo pasado por lo que se haga a última hora.

—Quizá, de todas formas yo los he dado.

Y volvieron de nuevo a quedarse callados. Se abrió estrepitosamente la puerta y entró una caterva de chiquillos cantando a voz en grito. El tabernero se levantó presuroso y les echó a la calle con cajas destempladas. El mayorcillo de ellos se resistió a salir.

—Un aguinaldo, por favor- pedía.

Pero el tabernero, de un empellón, le lanzó de bruces sobre el suelo embarrado de la calle.

Los tres viejos se removieron en sus sillas. Suspiraron. Y siguieron callados.

Pasaron los chiquillos— sucios, zarrapastrosos, medio desnudos— por detrás de la ventana. Ya no cantaban. Llevaban las manos metidas en los bolsillos. Se les veía el frío en las caras.

Los viejos volvieron a suspirar.

—El año que tampoco vino don Mauricio completó la partida Tomás.

—Pobre Tomás!- se lamentó el del vino.

—¡Ay! -suspiró el más viejo.

—El año que viene quizá se la completemos nosotros a él, allá donde ahora está.

—¡Quizá!

En la silla que quedaba vacía, la que debió ocupar don Mauricio, vino entonces a sentarse el espíritu de Tomás. Los tres le vieron. A cada uno le dijo una palabra sin letras, y después se fue.

Se abrió de nuevo la puerta de la calle y entró una pareja de novios, atravesaron el salón y desaparecieron por la puerta de los reservados. El le iba diciendo a ella.

—No te preocupes, esta noche no te dirán nada, y si te preguntan puedes decir que has estado en la Misa del Gallo.

Los viejos miraron a la novia. Y suspiraron los tres.

—¡Si se viviera dos veces…!—dijo uno.

—Cuando yo tenía esa edad…—empezó a decir otro. Pero tampoco siguió. Apareció en su rostro una sonrisa preñada de amargura. Resignación.

—En fin—dijo uno levantándose pesadamente. Le siguieron los otros dos. Se embutieron en los abrigos, se liaron las bufandas al cuello y se calaron los sombreros hasta las orejas.

Al salir a la calle, empezaron a tocar las campanas. Cada tañido abría una grieta en la atmósfera congelada. Y su eco se dejaba caer sobre la plaza como si quisiera cerrar el paréntesis de alegría que los hombres habían abierto aquella noche.

Caminaban los viejos por la acera, se detuvieron ante la confitería.

—Le compraremos algo a los nietos.

Salieron de la tienda—embutidos en los abrigos, calados los sombreros, liados en las bufandas—.

Y siguieron su camino, siempre torpes, lentos, cansados. Detrás de ellos salió un chiquillo con los paquetes y, corriendo, desapareció por la esquina de la Iglesia.

Pasaron—los sombreros calados—por delante de la Iglesia. Miraron al mendigo que, arrebujado tras el quicio, se resguardaba del viento helado. Era un viejo, tan viejo por lo menos como el más viejo de ellos.

—jPobre hombre!

—¡Con el frío que hace!
—-¡Qué Nochebuena para él !—.

Y los tres – ochenta y. dos, setenta y nueve, setenta y seis años – siguieron caminando, torpes, lentos, cansados.

La última campanada de la Misa del Gallo sonó entonces, fue una campanada fuerte y vibrante que rasgó las almas de los hombres como si cada una fuera un velo en el templo de Jerusalén.

El viento, como enfurecido por aquella campanada, empezó a soplar con fuerza, silbaba al doblar las esquinas de los callejones, Los viejos tuvieron que agarrarse del brazo.

—Este aire no dejará una aceituna en un olivo—dijo uno de ellos.

Los otros no le contestaron. Los otros no tenían olivos. Y no le escucharon.

El viento, huracanado, se arremolinó en la plaza y, abriendo las puertas de par en par, entró en la Iglesia arrastrando al mendigo hasta el altar mayor.

Los tres viejos seguían andando. Se cruzaron con el chiquillo que volvía de llevar los paquetes. Le llamaron y le dieron las gracias. Corrió él hacia la confitería y ellos siguieron caminando—por la calle, por la tierra, por el barro — siempre cansados… torpes… lentos…

NOTA: Cuento publicado en 1959 en la Revista ‘Adela’, antecedente de ‘Tambor’

ILUSTRACIÓN: Bailén

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