RUTA POR EL PATRIMONIO DE BAENA

por José Javier Rodríguez Alcaide

He hecho ese recorrido de la mano de Manuel Horcas por el derecho que tengo de encontrarme conmigo mismo; a soñar despierto. El interés que siento por rememorar mi infancia entre San Francisco y San Bartolomé no es otra cosa que sentir interés por lo que está vivo.

Entrar en San Francisco por lo que fuera su antiguo asilo fue alejarme de lo sensual y situarme entre comunidad mística e individualismo inconsciente. La moderna residencia es legado de aquella piedad del corazón que resplandeciera en la vieja junto al huerto franciscano.

El descenso a San Francisco desde Plaza Vieja se me iba haciendo cada vez más atractivo. Manolo Horcas descubría las raíces de la plaza en una de cuyas casas yo naciera. La expansión de la alta Baena desde aquel majestuoso torreón, cárcel en el día de mi nacimiento, fue deseo de crecer hacia fuera de un pueblo que hizo de la plaza lugar de comercio, de feria. Un resplandor, untuoso como aceite, ascendía desde un reluciente verde del Marbella. El azul del cielo y el blanco colgante de las casas resbalaba a mi paso y se fundían mágicamente. Bajaba y observaba como, uno a uno, iban cayendo velos de mi niñez hasta llegar al recoleto resplandor del Convento.

¡Qué beatitud la de la luz de aquella hora! ¡Qué profunda belleza la del interior del templo! Me dije: ¡Es eso! Esa es la penumbra escondiéndose en el templo, cada vez que de la mano de mi madre entraba yo a rezar ante camarín baleado del Nazareno. San Francisco en mi infancia eran dignidad y serenidad que se resolvían en la alegría de, luego, bajar a las huertas. Dignidad, ratificada, al colocar a Santo Domingo en el altar mayor en el lugar de mayor honor, frente al evangelio como corresponde a buen franciscano que no querella frente a dominico. Gravedad, en modo alguno sombría, escondida en mi niñez tras blanqueados muros que hoy aparecen ornamentados por retratos y pinceles. Piedad intensa y razonable ante el Nazareno, entronizado en barroco retablo en espera de que arreglen su camarín, sin que esta visita precisara de ceremonia solemne. Mi alma soñaba, sentada en un banco del templo, a su manera. Soñaba de nuevo la esperanza, la, paz y la felicidad en San Francisco que antes de yo nacer había sido escenario sangriento.

El calvario de la cuesta alentaba mi corazón desde la Cruz de Jaspe hasta San Bartolomé que no me resultó vía crucis. Mi conciencia estaba alterada como si me encontrará prisionero de mi niñez y de la mano de Domingo Ortiz subiendo con su burro desde las huertas con los ramones de la poda del olivo. Vestido de pantalón corto subí, ahora de hombre, sorteando coches con el sol sobre mi cabeza en una mezcla de emoción y vértigo, de excitación ante la pina calle Puerta Córdoba que tantas veces anduviera.

Por fin, llegué a San Bartolomé. Se abrió puerta y cancel y me aposenté ante el templete y ante dos púlpitos de desigual basamenta. Miré a la bóveda del altar mayor y me fijé en el botón sobre el que había estado cinco siglos colgado el escudo del Señor de Baena, tallado en madera policromada, que me acababan de mostrar en una sala superior de la casa del la Tercia. Mientras mi mirada chocaba con el botón del crucero y bailaba entre escudos Del Señor de Baena, sentí, agitado, latir mi corazón simple y ferviente. Me vi, de nuevo, actuando de solitario monaguillo y haciéndome las mismas preguntas que me hacía de niño, atónito ante idénticos enigmas.

¡Cómo pudo estar aquel escudo nobiliario tantos años escondido sobre la bóveda del templo y ese artesonado central en artesa tantos siglos ocultado!

¿Dónde habían ocultado la puerta para subir a la torre?

Allí, sentado en el banco, mentalmente, peldaño a peldaño, ascendía por la escalera de caracol hasta encontrar la luz azul que brotaba del campanario. Extraña y delicada luz, clara y misteriosamente atractiva. Arriba, entre campañas, el olivar se perdía ante luminosidad tan alta, pues la cegadora monotonía hacia imposible reconocer las formas del terreno tras elevada calima. La infancia se fundía ante mis ojos mientras Manolo Horcas decía palabras sobre cuadros y capillas. Entre sus oratoria yo, desde la torre, veía soledades en los olivos; lejanías y extraños silencios que desde aquella altura se percibían.

¡Los cimientos de la torre se resentían y los maestros de obra colgaron el campanario de andamios y recibieron desde nuevos cimientos torre y escalera!

En ese momento supo resolver el enigma de aquellos pequeños boquetes cuadrados en los que los vencejos cada primavera hacían sus nidos. La voz de mi compañero de estudios en los jesuitas me devolvió a la realidad del lugar y a la razón que me había impulsado a visitar de nuevo el barrio donde nací y viví de niño en mi pueblo.

Me hubiera gustado permanecer en San Bartolomé mucho más tiempo, sentado en aquel banco, para reposar en mis recuerdos, cediendo a la atracción de ellos. Fue tentación grande la de permanecer allí sentado y alejarme del grupo que se había dispersado hacia el principal cancel, el sagrario y hacia la reja del baptisterio. No fue posible y de aquel lugar salí diciendo:

Puerta Córdoba.
Calle empinada,
jalonada por cruz de jaspe,
de piedra.
Continua bajada hacia las huertas
desde la que fuera mi puerta.

(Dedicado a Manuel Horcas Gálvez, Jesús Luis Serrano Reyes y Miguel Párraga)

S Bartolome patrimonio

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