«Fuego en el palacio del señor de Baena», de Rodríguez Alcaide (*)

RELATO

Sobre la colina escarpada su castillo, que roza las nubes cuando en invierno se abajan. Sobre el enorme dorso de su cuesta la mole espectacular de sus torres de dura piedra, que me parecen gigantes. Las murallas contemplan su perfil en el río, que nace en el manantial del Marbella, dominando desde la Almedina el llano inmenso que a Zuheros lleva. Yo he visto en sus almenas cómo graznaban las aves de presa y hacían sus nidos los vencejos negros. Desde ese castillo no se ve sobre el río Marbella sino un pequeño puente de piedra pero sí el pendón que sobre la torre del homenaje ondea como corona, con la sangre de la espada del duque de Sessa. Los comerciantes compraban y vendían en su patio de armas; los peregrinos cantaban por las calles de Baena con sus cabezas desnudas y ascendían camino de Santa María. En la entrada del Castillo se arremolinaban dominicos y franciscanos, aventureros y excomulgados, gentes de guerra, que solían discutir en las tabernas. En los viernes de Baena siempre peroraba, junto a Santa María, un predicador de indulgencias, cubierto de sacos, penitente y flagelado por los nudos de su cuerda.
Todo esto ocurrió en tiempos del gran cisma de Occidente, treinta años después de la muerte del de Huesca, que se hizo Papa y por nombre acuñó el de Benedicto XIII. Fue periodo de hambre en las comarcas de Cabra y Baena; hambre que subió hasta el castillo. Sin pan ni vino las piernas se hacían de corcho para subir a la Medina y se quemaron olivos para poder calentarse en invierno. Por todo el palacio del Duque se oyen gritos de alerta. Algo traspasa las troneras de la torre del homenaje y asciende por pasillos palaciegos y por el caracol de la escalera, por laberintos y rampas hasta alcanzar al gran salón de la Duquesa. Alto y amplio gran salón, cuyas gigantescas nervaduras de su bóveda estaban pintadas al fresco del cielo sus magnificencias. En el salón, el gran duque sentado en su sillón, vestido de púrpura, con larga barba, ojos hundidos y un fondo de tristeza. Ve a Baena desgarrada, ante tanta hambruna, agitada y mirando al duque como timón destrozado. Fue el día de la gran desgracia de Baena.

El palacio ardió y el fuego serpenteando cruzó por sus almenas, azuzado por el frío cierzo. El duque se pone en pie, se endereza, se yergue y camina por el pasadizo que lo lleva hasta el Marbella. En vano disimula su angustia y se escurre por el pequeño túnel entre el estrépito del viento. Las campanas de Santa María tocaron a fuego para que acudiera el pueblo que, encadenando cubetas, intenta apagar las llamas con el agua de la cisterna; del aljibe del castillo un río de cubetas esparcía agua y más agua para apagar el incendio, en tanto Duque y Duquesa huían por el pasadizo para salvar su pellejo.

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Apagado el fuego y tras dos años, reconstruidos Palacio y Castillo, volvieron los Duques a Baena con su nobleza, desplegando el mayor fasto y brillando entre el apagador pueblo, pasearon sus sedas y sus brocados, damascos rojos y armiños para dar gracias a Dios. Por los floridos olivos, que se alinean al pie de la loma, juegan donceles, pajes y bufones que se entretienen. Los trompeteros corren hacia Santa María en agradecimiento.

El Señor de Baena entra en palacio bajo palio y en la plaza del castillo se ven labradores y aparceros, peones y carreteros, la huevera con su burro, y el peletero de la Señora Duquesa. Es el gran día, esperado, del regreso del de Sessa. Guardando están los pastores sus ovejas; trazando surcos están labradores con sus mulas y por los caminos del monte Horquera van los muleros cantando y tirando de sus carretas.

En el agua del Marbella todo es vida, todo florece y germina. Baena exulta y pulula y el sol deslumbra para recibir en palacio al gran Conde de Cabra y Señor de Baena. Junto al Duque de Sessa el sonido estridente de los tambores y picando espuelas brilla el anhelo vagabundo de una juventud inquieta. Los caballeros, que acompañan al duque y a la duquesa, entran en el patio de armas, espadas en alto, en una algarabía inmensa. Y, en el gran Salón, ¡qué riqueza! En los tapices brillaban las armas de los de Aguilar. Y el Señor sabía que aquella era su fiesta.

Avanzó hacia su trono, altanero y gravemente, sacudió su cabellera y frunciendo el ceño, exclamo ¡Viva Baena, cabeza de mi Condado y Señorío de nobleza! Nadie recuerda aquel fuego; nadie se duele de aquella hambruna en este gran día de fiesta. Todos vitorean al Duque; todos, hasta la Nobleza.

(*) José Javier Rodríguez Alcaide es catedrático emérito de la Universidad de Córdoba e Hijo Predilecto de Baena.

Relato Palacio

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